Allá por los tiempos de la revolución francesa –esos que el neocon Ratizinger considera los de la perdición del ser humano- comenzaron a surgir los términos derecha e izquierda. Todo lo determinaba la posición que los profesantes de cada ideología ocupaban en el Parlamento. Era el comienzo de toda una serie de conflictos, guerras y recelos entre ambos bandos políticos, desde entonces subscritos bajo una etiqueta determinada. Sin embargo, también se abrió en ese momento el período de un tiempo con mayores libertades en el campo de lo político, donde al menos no era un monarca absoluto por la gracia de un Dios en horas bajas el que dictaba todos y cada uno de los principios del sistema. Desde entonces, los obsesos de las etiquetas, no han dejado de descansar, revitalizando una y otra vez el panorama de las ideologías. Pronto comenzarían a surgir los radicales, esa especie siempre en peligro de extinción pero tan ruidosa y exagerada. Personas sin alma, sin corazón, alejadas de la tradición y el formalismo que requiere un Estado democrático de derecho. Todos estos bichos raros, sean de más de izquierdas o de derechas, se engloban todos bajo esa misma etiqueta: radicales. Lo que viene a decir que todos son del mismo calado. Todos tienen el mismo nombre e idéntica denominación de origen. Otra de las tendencias derivadas del etiquetismo de nuestra sociedad es la consideración, tan banal e ilógica, de que “todos los extremos se tocan”. La simplicidad reducida al absurdo del intelecto pausado. Todos cuantos caen en tal dislate, aseguran defender la legalidad, la normalidad, lo realmente rico para la civilización. Lo radical es tan subjetivo… ¿Cuándo alguien o algo pasa de ser una persona normal y se convierte en un radical?
Pero no todo en esta vida es de derechas, de izquierdas o radical. Nada hay blanco o negro. Por eso, un nuevo término político acabó por surgir para el delirio de los lingüistas y las miembras de la Real Academia. El centro. Como si no tuviéramos bastante con todos los enfrentamientos, este nuevo ente tan metamórfico y heterogéneo surgió de la noche la mañana. Realmente, constituye otra obra de arte creada por los de arriba. Desde entonces, la mejor estrategia para ganar las elecciones y alcanzar el poder es el centrismo. Ser de centro mola, es lo guay, lo moderno. El fin de las ideologías, la simpleza uniformidad y el unipartidismo al poder. ¿De qué vale complicarse la cabeza siendo de derechas o de izquierdas, pudiendo ser ambas y ninguna a la vez? ¿Qué sentido tiene distinguir? ¿Qué diferencias puede haber? Los contrastes son, sin embargo, de sobra conocidos. Riqueza o igualdad, lo público contra lo privado, tolerancia frente a la inmigración, derechos laborales… y un continuado sin fin de opciones que el centrismo parece ignorar por completo. La centralidad obedece a la necesidad de los partidos por caminar hacia el conservadurismo sin querer aparentarlo demasiado. El PSOE –injustamente llamado socialista- es un partido de centro-izquierda. El PP, de derecha pura y rancia. Ambos acaban optando por expulsar inmigrantes tiránicamente, favorecer más a los empresarios que a los trabajadores o prostituirse frente al capitalismo más desigual. Las similitudes entre los dos partidos son tan grandes que asustan. Por ello, ante la carestía de ideas políticas, de ideología pura que defina sus actuaciones, ambas organizaciones se ven forzadas a declararse centristas para satisfacer al electorado más populista, imbuido terriblemente por esta corriente impuesta del fin de las ideologías. Eso es lo que recientemente ha ocurrido en el nuevo Congreso del PP. Sus militantes se han dado cuenta de que la demagogia, la crispación y el atrasado conservadurismo con toques fascistocatólicos no funciona y, ahora, en consecuencia, se ven obligados a virar hacia un nuevo mercado. Y no hay nada más general y pragmático como el centro. Cabe preguntarse: ¿Cómo podemos fiarnos de unos políticos que mienten acerca de sus valores y cambian de ideales de la noche a la mañana?
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