miércoles, 27 de mayo de 2009

El desencanto hacia los gobernantes


No es extraño –sobre todo en estos días de vuelta a las campañas para las elecciones electorales- escuchar diferentes mensajes procedentes de los canales institucionalizados, cohesionados en torno a una crítica de la actual desavenencia que la juventud española siente por la política. Y es cierto. De manera omnipotente escuchamos a amigos y familiares eludir la palabra política y, cuando aludes el tema, no dudan en silenciarte tachándolo de “aburrido” y “no interesante”.

¿Quién es el culpable de esta situación? ¿A qué se debe esa lejanía entre los gobernantes y los ciudadanos? Teniendo en cuenta que, en su sentido etimológico, política significa forma de organización social, es lógico que ninguno de nosotros o nosotras puede escapar de ella, en tanto en cuanto vivamos en la sociedad. Con lo que el desencanto es más bien hacia esa institucionalización de la política, copada por una pequeña minoría ilustrada que la actual teocracia democrática capitalista considera que necesitamos para que las masas no nos volvamos “descarriadas”, ya que somos incontrolables, dicen.

La actual situación de dominación política es casi tiránica, porque las clases gobernantes se encuentran en la cúspide de la pirámide imaginaria del poder, desde donde emiten continuos mensajes unidireccionales, sin esperar repuesta. Por lo tanto, no se le puede llamar comunicación a lo que establecen con la ciudadanía, ya que a ésta se le niega su capacidad de decisión, y tan sólo se recurre a una porción de ella al demandar un puñado de votos cada cuatro años, con lo que se supone queda legitimado todo el trabajo y las medidas que propongan las clases altas gobernaticias. Así, legitimamos su corrupción, sus gastos privados con dinero público, la propaganda incendiaria durante campaña y las escasas medidas que realmente benefician al pueblo.

Si comunicar es “producir comunidad”, los políticos y las políticas debería aprender a escuchar, a no dejarse embaucar por los maletines de cohecho a diario llaman a las puertas de sus despachos. Y es ahí donde el actual modelo supuestamente democrático falla. ¿Qué persona con semejante poder no se dejaría vender por un fajo de billetes de 500 euros? Mientras el sistema democrático no sea horizontal, y las clases gobernantes seamos los ciudadanos y ciudadanas de a pie, organizados en estructuras de acceso universal e igual capacidad decisoria, seguiremos legitimando y normalizando las graves tropelías que desde el poder día a día se cometen.

Poder y avaricia van de la mano. Y ésta primera palabra representa lo peor de la condición humana. El ego elevado a la máxima potencia, el sentimiento de divinidad más cerca de nunca, la capacidad de destruir a tus enemigos con tan sólo apretar un botón. Tenía razón Elisée Reclus cuando dijo que la ausencia de gobierno, la anarquía, es la más alta expresión del orden. Entendemos por orden la condición natural del ser humano, guiada por los principios de la ética civilizada y no sometida a unas normas estrictas que acaban limitándonos, convirtiéndonos en ese ser plano, robotizado y con escaso margen de maniobra, que Marcuse llama "hombre unidimensional"

miércoles, 20 de mayo de 2009

Tecnocratismo boloniano


Los más patrióticos seres españoles y aquellas y aquellos que todavía hoy añoren la caspa franquista de los años 60, oirán en la palabra tecnócrata un sonido de crecimiento económico y aumento del nivel de vida. Un momento en el que el régimen pareció abrirse en libertades. Nada más lejos de la realidad. Es cierto que hubo crecimiento, pero el autoritarismo siguió campeando a sus anchas por la península hasta la gloriosa muerte del dictador.

Más adelante, el tecnocratismo –regido por el principio de la efectividad- impregnó todos y cada uno de los rincones de la vida económica de la inaugurada sociedad de consumo, sintonizando a la perfección con las aspiraciones del capitalismo de mercado y, aún a día de hoy, continua ese auge tecnocrático en todos los niveles de la vida. Un claro ejemplo es el caso de los nuevos planes para la enseñanza universitaria. Al parecer, aquellos que controlan los mandos de la economía han decidido que la producción universitaria era ineficiente; que no se trabajaba lo suficiente que las universitarias y universitarios sólo perdían el tiempo, estudiando, sí, pero ¿pensando?

La sociedad es, a día de hoy, gobernada por criterios técnicos, porque son ellos los que nos permiten ser eficaces. Y ¿quién no quiere ser eficaz? Ello supone utilizar pocos recursos y conseguir un objetivo satisfactorio. La teoría, así, es condenada al ostracismo. Lo importante es pensar las cosas el menor tiempo posible, porque “el tiempo es oro”, y, en esta sociedad de las prisas continuadas, un segundo perdido es un segundo desperdiciado, muerto. Por todo ello, carreras como filosofía, filología o historia están destinadas a desaparecer de la faz universitaria. Licenciaturas en las que los estudiantes se dedican a pensar, a reflexionar sobre el pasado y sobre las diferentes formas de entender la vida. La pregunta que parecen haberse hecho los tecnócratas es ¿para qué?

¿Para qué? La finalidad, la productividad, de nuevo, una vez más. Con la eliminación progresiva de la filosofía –ciencia de ciencias, disciplina de disciplinas, saber de saberes-, la humanidad parece estar condenada a su eterno fracaso, en términos morales. Una sociedad que no se detiene a pensar un solo minuto, sino que, es más, considera que reflexionar acerca de su propia vida, el no hacer nada, es “perder el tiempo”, no es una sociedad democrática, ni mucho menos. El Estado quiere cuerpos de dóciles esclavos y lo cierto es que lo está consiguiendo, priorizando la práctica y condenando la reflexión crítica hacia el infinito.

¿Qué hacer ante esta situación de apariencia catastrófica? No dejarnos engañar. Luchar por el hecho de que las Humanidades no desaparezcan de los planes, porque lo cierto es que lo están haciendo, y cada vez más nos obligan a desplazarnos hacia disciplinas orientadas al mercado: las que venden realmente. Cabe cambiar la pregunta ¿para qué? por un ¿por qué? Y ese porque no puede responderlo otro por nosotros, porque debe ser nuestra decisión. La precariedad en los campos que atañen a las humanidades es cada vez mayor, y con ello, el tecnocratismo se ve reforzado continuamente. Un criterio uniformador de conciencias y obediencias que no hace más que reforzar la idea de que existen elementos fascistas presentes en toda sociedad democrática, como ya reflexionaron en su día los investigadores de la Escuela de Frankfut.

miércoles, 13 de mayo de 2009

La lenta agonía del periodismo


Una fuerte crisis de incalculables consecuencias parece azotar la estructura vital del periodismo hegemónico; la prensa, como se ha entendido hasta ahora, asociada a los grandes grupos de poder comunicativos y empresariales, tiene los días contados. Al igual que sucede con la publicidad, con la filosofía y con el resto de disciplinas humanísticas y de ciencias sociales, en realidad. Todas ellas parecen afrontar un destino incierto en medio de un presente copado por lo práctico y lo útil, que viene a ser tan sólo la ciencia y la economía.

Algunos se echan las manos a la cabeza. ¿Realmente es para tanto? ¿Encontrara el periodismo nuevas vías para seguir profesionalizado? Los que en su día –como es mi caso, quizás en una decisión no demasiado meditada- decidimos escoger dicha titulación –porque nos apetecía, porque creíamos que aprenderíamos un poco de todo, porque amamos contar historias-, nos encontramos en una situación de congoja kafkiana y hasta cierto punto desesperante. ¿Realmente encontraremos un empleo al terminar la laboriosa licenciatura? ¿Valdrá la pena dejarse cinco años de vida en una carrera sin futuro?

El problema de fondo radica en aquellos que deciden las carreras que tienen futuro y los que no. Como dioses universales, adquieren el poder de determinar las modas cambiantes que rigen a la humanidad, dotándolas de la práctica e importancias necesarias como para triunfar. De repente, estos seres onomásticos dicen que los periódicos ya no son rentables, en plena era de la (sobre)información, cuando más hace falta la labor del periodista para seleccionar la información verdaderamente importante en una época de distorsión comunicativa profunda. Ahora nos dicen que cualquiera puede ser periodista. Claro, como cualquiera puede ser mecánico, carpintero o filósofo. El problema no es de los intrusistas, sino de aquellos que determinan que profesiones se llevan y cuales no en función de su rentabilidad en el mercado.

Miles de periodistas son despedidos a diarios en todo el mundo. La televisión pública es cuestionada y condenada al ostracismo por un cambio de modelo financiero poco comprensible, y que hará que los últimos que paguemos el pato seamos lxs consumidorxs. Mientras sea el mercado el que rija la vida, estaremos atados a las decisiones que otros tomen continuamente por nosotros, porque lo que nosotros decidamos escapará a nuestro control, visto el interés de los dioses de la economía porque erremos, marcándonos un camino del que no podremos renegar por más que queramos. Porque “hay que comer”.

Verdaderamente sería una pena que el periódico desapareciese. Es cierto que existen formas alternativas a los medios de comunicación imperantes, que además no llevan a cabo más que una tarea de uniformización y control desde el poder de los intereses de las empresas que los rigen, pero un periodismo de calidad requiere de periodistas cualificados y profesionalizados, capaces de seleccionar la información adecuada y contextualizarla, y por ello no podemos permitir que las escuelas de periodismo se conviertan en meras papeleras de reciclaje a la espera de un clic mortífero.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Cultura popular contra la re/o/presión


Cuando se habla en la cultura a nadie le puede entrar en la cabeza que se hable de una de las formas más perfectas de opresión en las nueva sociedades democráticas. Pero lo cierto es que dicha represión existe, y se encuentra encarnada incluso en las formas que pudiéramos pensar más liberadoras. La cultura, en cuyo significado se ha impuesto el de el culto por lo bello y lo estéticamente interesante, desde el punto de vista creativo, ha dejado de ser lo que era en su sentido etimológico –cualquier emanación expresiva proveniente de los ciudadanos y ciudadanas-y ha pasado ha estar hecha y destinada por las clases de más alto nivel intelectual.

En una economía de consumo, opulenta y no de subsistencia, la cultura no podía encontrarse fuera del mercado. Así, ésta pasa a ser comprada y vendida, manipulada como a un autómata. En un sistema capitalista, todo es consumido, realizado para su posterior beneficio, y la cultura no escapa a esa lógica mercantilista que la empobrece. Para conseguir esos fines monetarios, como dice el pensador Theodor Adorno, surgió la industria cultural, presentada como innovación tecnológica para ser atractiva ante los públicos de masas.

El sistema unitario y centralizado consigue mantener el estado perpetuo de las dando a la gente lo que necesita en función de lo que él determina que necesita. Es decir, si continuamente se renueva tecnológicamente no es en aras a un avance significativo de la vida social, sino más bien por un interés comercial básico y tangible. El nuevo televisor, la TDT, el móvil… todo responden a intereses empresariales de la industria cultural para renovar sus productos y conseguir mantener el consumo. Por otro lado, las necesidades sociales que no recoge el sistema porque no encajan en su lógica, son condenadas al más estricto ostracismo. La industria cultural sí que las presenta como necesidad, a pesar de que sólo responden a los intereses empresariales.

Las principales críticas a este modelo de vida subyugado del ser humano han venido de la Escuela de Frankfut, un conglomerado de pensadores fundadores de la Teoría Crítica, cuyas ideas se han contrapuesto a las de la Escuela de Chicago, principalmente criticada por sus estudios interesados en función a las instituciones y el orden establecido. Ese orden opresor, en el que el ser humano vive cerrado sobre sí mismo, sometido a tantas presiones y estrechando al máximo su margen de maniobra, es el que Marcuse crítica por generar una especie de hombre unidimensional. Para él, el sistema no es simplemente opresor, sino sobrerepresor, capaz de controlar las formas de pensar, sentir o imaginar. A través de la industria cultural, el poder ha canalizado no sólo espacios físicos, sino también el territorio de lo que sentimos, el de la intimidad de las personas.

Sin embargo, el principal distanciamiento hacia Marcuse debería provenir de su modo de entender la forma de salir del sistema. Éste piensa que esa forma reside en la cultura estética, a la que hay que acercarse y contemplarla desde arriba, distanciada del mundo real de lo dictatorial. Sin embargo, una visión más sincera y apegada a las tesis del propio autor, nos llevaría a otra conclusión: si lo que queremos es actuar contra las formas de opresión, no podemos intentarlo por la vía de la cultura industrial e institucionalizada, que actúa desde el interior del sistema y se encuentra cómoda en él. La solución, por lo tanto, pasaría por la cultura, pero por abajo: las subculturas, formas todavía más oprimidas y relegadas al olvido por ser críticas. La cultura underground, el punk, lo considerado como