Hoy en día, en este mundo globalizado, esa globalidad se expresa a través de los flujos de comunicación unidireccionales, que se expanden desde Estados Unidos hacia el resto del mundo. Pese a que la colonización supuestamente acabó hace siglos, todavía en pleno siglo XXI persiste una dependencia cultural y comunicativa de los países del sur y este del planeta con respecto al gigante ineluctable americano. Al acabar la segunda guerra mundial, y sin ningún sistema alternativo que le hiciera frente, Estados Unidos impuso al mundo su teoría del “libre flujo de la información”. Los norteamericanos salieron bien parados de la gran catástrofe mundial y con una serie de artimañas económicas lograron colocarse en el primer puesto económico y político global. Con la inefable excusa “el mundo es un mercado”, la macropotencia convirtió todo precisamente en eso: un mercado regulado por unos pocos –los más poderosos-, donde las leyes de la oferta y la demanda imperan sobre todas las cosas, como un dios todopoderoso que todo somete a obediencia inexpugnable. Brillantemente, este argumento condujo a la siguiente tesis: si tiene que existir un libre acceso a la información, de nada valen las barreras protectoras, que tan sólo obstaculizan el libre entendimiento entre personas. Sin embargo, nadie leyó la letra pequeña, en la que se explica como aquellos que más tecnología poseen podrán copar mayor parte del mercado, e incluso manejarlo a su antojo. Aquí es cuando la teoría norteamericana se convirtió en la “teoría de la libre manipulación mundial”. Sistemáticamente, los productos estadounidenses invaden nuestro mercado y nada ni nadie puede detenerlos. Ante este quebradero mundial, que maltrata a la comunicación en sí y dota de unas alas inmensas a las empresas gigantes, encaminadas hacia la concentración total de la información, poco se puede hacer. Ni siquiera existe un organismo internacional que regule la información a nivel planetario. El informe McBride –una propuesta con 82 recomendaciones a través de las cuales tenía que girar el nuevo orden de la información- propulsado por la UNESCO tuvo escasa importancia, sobre todo porque el propio país ahora presidido por Bush decidió abandonar la organización en ese preciso momento, como hace con todos los organismos que no puede controlar.
Mientras tanto, el mundo se enfrenta en el devenir diario ante periódicos e informativos plagados de ‘noticias trampa’, en las que se omiten gran parte de los hechos o se manipular descaradamente con miras a conseguir una valoración u otra del espectador. Si cuatro son los países que controlan el mundo, cuatro son las agencias de información privada que dominan la información, y cuatro los grupos de comunicación que operan de la misma forma. La concentración está, por tanto, plenamente asegurada. Los hilos son manejados desde arriba por unos pocos y nada parece indicar que la situación cambiará con un presidente u otro en Estados Unidos.
Ante esta situación, es necesario reflexionar, y pensar por una vez en esos países que quedan excluidos reiteradamente en las reuniones de los mandamases planetarios. Ese es el primer paso para caminar hacia una igualdad informativa real, que sirva para cultivar las mentes de los ciudadanos de todos y cada uno de los países, formándolos y encaminándolos hacia la plena autorrealización. El tratamiento de la información es un reflejo de la evolución de la mente de la ciudadanía. Si a la primera la tratamos como pura mercancía, la conciencia humana involucionará, profundamente herida, al ser obligada a leer una y otra vez la misma historia y quedará atrapada en las oscuras profundidades de la uniformización ideológica.
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