miércoles, 29 de abril de 2009

Propaganda y consenso democrático


Harold Lasswell, prestigioso teórico de la comunicación, manifestó tras la primera guerra mundial que ninguna democracia puede sustentarse sin un sistema propagandístico fuerte que consiga cohesionar el ideario social y crear consenso. En ese sentido, rompió todos los esquemas: no sólo hacía falta usar la propaganda en tiempos de guerra, para debilitar al enemigo –tal y como Lenin la utilizó en la revolución del 17-, sino que también se volvía necesario mantener el sistema publicitario incluso en tiempos de paz.

Precisamente fue un fallo propagandístico, de promoción del sistema, el que no logró cohesionar los valores del nuevo gobierno durante la II Republicana y lo que propició su posterior desmoronamiento. Al parecer, no se creó el suficiente consenso entre la ciudadanía como para equilibrar los poderes. El papel de los medios de información en las democracias, por lo tanto, no debe de limitarse únicamente a informar (quién no sabe eso), sino que su función es eminentemente propagandística –al margen de publicitar los criterios e intereses de la empresa que representan-. Así, fijando la agenda de temas del día, descartan aquellos en los que no creen necesario que haya un debate porque podrían generar tensiones.

Desde Lasswell, las maquinarias propagandísticas trabajan en todo gobierno a las órdenes de los mandatarios, como una estrategia indispensable para que las masas ansiosas y desesperadas no se maten los unos a los otros por culpa del desconsenso (sic). A ello debe Roosvelt toda su popularidad, puesto que el New Deal que sacó a los norteamericanos de la Gran Depresión no hubiera logrado cuajar sin el bombardeo incesante de mensajes favorables. O a Hitler y Goebbles, que lograron articular todo un ejército a la conquista del mundo. O a la modélica transición española, en la que se consiguió, nada más y nada menos, olvidar todo un pasado teñido de negro, crear una supuesta democracia de la nada y un consenso récord en un tiempo irrisorio. ¿La respuesta? La propaganda de los medios a favor de la monarquía, que aún hoy continua, con teleseries y programas tergiversados. ¿Por qué nadie discrepa de la monarquía? Porque hace tiempo que los medios dejaron el tema de la República al margen del debate público.

Lo que parecen no haberse planteado Lasswell y sus seguidores es la carencia democrática y las esencias fascistas subyacentes en este modelo de imposición del consenso a la fuerza. ¿Acaso no es autoritario obligar a la ciudadanía a acatar los valores promovidos por los medios, y que ayudan a que pueda ser gobernada con facilidad? En la parte opuesta, Noam Chomsky –uno de los intelectuales vivos más influyentes-, critica con saña la mentira en la que se basan las sociedades supuestamente democráticas, donde las masas son manipuladas al antojo de los poderes institucionales, obligadas a pensar como deberían para que nada salga mal.

En la parte opuesta, nos encontramos aquellos que creemos que el consenso es posible sin que nadie lo imponga. O los que pensamos en que no tiene porque haberlo. Una sociedad verdaderamente libre sería aquella cuyas raíces se basaran en la pluralidad entre sus miembros, que la gobernaran y se gobernaran de forma más lícita.

jueves, 23 de abril de 2009

La verdad


La racionalidad del ser humano es un asunto muy en boga desde la Ilustración. Un concepto conseguido tras la revolución francesa que, sin embargo, es utilizado sin parangón como justificante para numerosos actos autoritarios y fuera de toda lógica racional. Es entonces cuando este concepto se convierte en un mecanismo de represión y opresión al mismo tiempo. Cuando alguien asegura “tener razón”, algo peligroso existe en lo más recóndito de su ser, porque quién justifica sus argumentos con dicha categorización no hay duda de que ha convertido la razón en un instrumento de poder, peligroso dependiendo de por quien sea utilizado.

Como los razonamientos abundan, pero los argumentos esacasean en esta sociedad posmoderna anclada en viejos dogmas y autoritarismos de diversa índole, la razón la tienen las élites poderosas, los políticos, los economistas. Cuánto más poder tienes, mayor es tu capacidad de raciocionio, y en mayor situación de inferioridad estará tu interlocutor. Se llega a considerar que, si alguien ha llegado tan alto, es porque ha alcanzado la idea de la Verdad –como diría Platón-, que ha ascendido hasta la cima de la cueva hasta vislumbrar lo que ningún otro ser humano ha podido ver por su ignorancia. Pero esa ignorancia de las masas no es más que otro de los estereotipos que el sistema goza en mantener, porque de esa manera se justifica hasta el más criticable de los movimientos que pueda realizar. La verdad la tienen los poderosos, y el resto somos la chusma, la masa ignorante que necesita ser gobernada, porque por sí sola no es capaz.

Sin embargo, no sólo los poderosos utilizan el poder de la Verdad y la razón para reprimir a los gobernados. Cuesta creer como diversos grupos de muy distinta índole también hacen uso de dicho elemento con vocación fascista. Porque si el fascismo es totalitario y unicista, ¿acaso no podemos tachar de conducta fascista cualquiera que impida hacer uso de las manifestaciones individuales, fuera cual fuera su objetivo? ¿Por qué pregonamos la libertad de expresión y luego pedimos la prohibición de diversas manifestaciones, por contrarias a nuestras ideas?

Y es que, si nadie está en posesión de la verdad, porque no existe la verdad absoluta ni la objetividad pura, cualquier acto que coarte la libertad de expresión de las personas –franqueando dicha libertad únicamente en el momento en el que se perjudique al prójimo-, es igualmente reprobable. Por lo tanto, tanta condena merecen aquellos que prohíben quemar símbolos monárquicos como aquellos otros elementos que se llaman a sí mismos antifascistas pero que no dudan en montar en cólera y tronar a los cuatro vientos porque el Estado no prohíbe una manifestación de neo-nazis. Desde mi punto de vista, sin embargo, incluso un acto de calado fachoide como los organizados por el desfasado partido España 2000 debe ser permitido, siempre que no perjudique manifiestamente o físicamente a alguien, porque prohibirlo significaría continuar levantando barreras y coartando la libertad –a pesar de que estos seres no la persigan-, y ya sufrimos demasiadas trabas en el día a día como para crearnos más. Si queremos una sociedad plural, con individuos totalmente autónomos y libres, hemos de desmontar la idea de razón inculcada por los elementos más autoritarios de la Ilustración, y emancipar nuestro pensamiento de trasnochados estereotipos.

miércoles, 8 de abril de 2009

La reinvención de una injusticia


La repetición del circo mediático que gira irremediablemente en torno a cada reunión del G-20 no es sino la constatación de la hipocresía global del sistema aún vigente. Y digo aún vigente porque el capitalismo parece estar en crisis. Siempre lo ha estado, aunque no todos quieran verlo. Porque la economía de mercado, tal y como hoy funciona, ha supuesto siempre y siempre supondrá una crisis constante de valores, una crisis insolidaria por definición y una crisis humana, sobre todo. Porque lo convierte todo en mercancía, no se deja nada, porque convierte la vida en un arduo camino de sacrificio perpetuo donde has de venderte al mejor postor.

Pero actualmente, dicen, existe una crisis real. Incluso los economistas la ven, por lo que debe ser física tangible. Por supuesto, no saben ciertamente de donde ha venido, ni saben tampoco cómo solucionarla, o adonde nos lleva. Se trata sobre todo, de un aprieto moral, que constata cómo el modelo globalizador que hasta ahora ha acontecido es imposible sin la existencia de instituciones reguladoras del mercado a nivel mundial. Y digo aprieto moral porque también hace patente la evidencia de que, cuando a los banqueros no se les controla, suelen descarriarse. La posesión de dinero implica el deseo de mayor dinero, de igual modo que cuánto más poder se tiene, más se quiere. Es la lógica por la que nos movemos, un inconformismo peliagudo que dice mucho de nuestra naturaleza.

Pero no se trata de echarles toda la culpa a los pobres banqueros. Es cierto, ellos han sido los causantes en mayor medida de la crisis y, sin embargo, los que la tenemos que pagar somos los ciudadanos de a pie, a los que se nos omiten préstamos y avales de todo tipo y que difícilmente así podremos pagar las hipotecas y las deudas. Ahora, el G-20 de Londres trata, una vez más, con la irrisible batuta de rey mundial que le han concedido a Super-Obama, de tapar los agujeros del capitalismo descarriado. Pero reformar el capitalismo, humanizarlo, es como intentar volar: imposible.

Por mucho que se intente reinventar este sistema, la crisis ya es institucional, y siempre será, por definición, injusto, desigualitario y antihumano. Seguirá aspirando a un mayor crecimiento –lo que, con vistas del cambio climático, resultado del todo inadmisible- y necesitando que un tercio del planeta viva en la extrema pobreza. El capitalismo no se reforma, sino que se destruye, y ahora está en las manos de todos hacerlo. Cuando vuelva a alzar el vuelo en términos económicos, y la economía vuelva a ser boyante, todos volveremos a dejarnos llevar por las comodidades y a despreocuparnos. Los bancos volverán a quebrar por sus malas gestiones y volveremos a pagar los platos rotos.

Es la hora de tomar conciencia de que no podemos ser sujetos pasivos, meros receptores de las ínfulas lanzadas desde el poder. La crisis pone una vez de manifiesto la todavía patente sensación de la existencia de clases bien diferenciadas. Hemos de tomar verdadero control tácito de nuestra vida, autogobernarnos y no acatar como fieles corderos en esta hipócrita democracia. La vida transcurre y lo único que encontramos es trabajo y las presiones diarias de mantenerse a flote, sobrevivir en un sistema devorador. Hoy, los parados se cuentan por millones y los desordenes psicológicos comienzan a arraigar entre la población. Por ello hay que canalizar esa ira, pensar nuevas alternativa para que esto no vuelva a suceder. Y no hay mejor forma para ello que la revuelta, la organización activa y ciudadana que logre por fin emanciparnos. Dejemos las cadenas invisibles que nos atan, librémonos de ser masas ignorantes y pasivas, y seamos personas, al fin.

miércoles, 1 de abril de 2009

La Idea desvanecida


Tras la llegada a España de La Idea, en una conferencia de Giuseppe Fannelli en 1868, fue éste uno de los países donde más caló el anarquismo. Se trataba de una sociedad desconcertada, harta de la necesidades de la reforma agrícola que nunca llegaba, muy empobrecida, y cansada de soportar las continuas dictaduras, surgidas de las entrañas del catolicismo arraigado en buena parte del país. Las ansias de emancipación del campesinado llevaron a que el anarcosindicalismo fuera la fuente de unión de buena parte de la clase obrera del momento. La cifra de afiliados a la CNT, tan sólo en la provincia de Aragón, ascendía de los 30.000 trabajadores, en 1936.

El abrazo por el anarquismo era por entonces el ansia de una vida mejor, donde los ciudadanos fueran realmente libres, y pudieran disfrutar con total libertad del trabajo producido y de sus frutos, obviando los trances y las envidias provocadas por el dinero y la subyugación al sistema político-económico. En el Pais Valenciano, se configuró en torno al movimiento libertario, un auténtico auge cultural, sin parangón alguno con otro momento de la historia. Tal y como cuenta Javier Navarro en A la revolución por la cultura, la brillante organización de los anarquistas valencianos encontró una traducción inmediata en la cultura, cosa natural si entendemos que la pretensión máxima de aquellos es la autoformación y la emancipación por medio de esta vía.

Los debates, las conferencias, los teatros, las lecturas y la prensa alcanzaron un momento de esplendor entre los círculos libertarios, movidos entre las aguas de ateneos culturales, tabernas, sindicatos y los locales de las Juventudes Libertarias. El poco momento de ocio que se disfrutaba era copado de inmediato por la lectura de los autores clásicos, o dedicado sin contemplaciones a mejorar la salud inmediata del movimiento, debatiendo con otros compañeros, organizando escuelas de adultos, cuando la educación era el peor lastre sufrido por la clase trabajadora. Verdaderamente, fue en los años 30, cuando se alcanza el punto de mayor expansión del anarquismo en España, cuando éstos amantes de la naturaleza y de la libertad, estuvieron más cerca de alcanzar su tan ansiada meta.

Pero tras la increíble subida, llegó la aparatosa caída. Conocida por todos es la represión ejercida con mano de hierro por las huestes franquistas, que devastaron todo cuanto pudiera desprender ligera fragancia a cultura. Los que no fueron fusilados o encarcelados (y consiguientemente adoctrinados de alguna forma), se perdieron en la memoria colectiva del exilio y el acíbar pensamiento de ser desgraciado por tener dicha ideología. Se podría decir que el anarquismo español murió en los años 40. Hoy, debilitado tanto por ello como por diversas fuentes, aguarda entristecido en el rincón de algunas mentes. Ahora, los que profesamos esta ideología, se nos tacha de antisistema. Parece que el término anarquismo está prohibido en su significado etimológico – deriva del término griego anarchia, anarchos 'no amo'.[2 – y se utiliza más bien para increpar al lugar donde reina un tipo de caos. Pero nosotros no consideramos que el autogobierno o la democracia directa sea un caos. Somos radicales, en el sentido original, es decir, vamos a la raíz. La autogestión es posible, los anarquistas de los años 30 lo demostraron. Y hoy en día, cuando la crisis oprime con mayor insistencia a los pobres y a los trabajadores, promulgar la acracia es la única forma de gritar contra las injusticias y promover un orden verdaderamente justo, donde la democracia sea efectiva, real, y no sean otros los que tomen las decisiones por nosotros mismos, que sólo intervenimos en nuestro gobierno cada cuatro años, en las urnas. Ahora, que hemos visto como todos los intentos de implantar el comunismo que proponía Marx, es decir, el comunismo estatal, se han tornado en despiadadas dictaduras. Ahora, cuando salen a la luz las corrupciones inherentes y aparejadas al poder establecido, es cuando debemos gritar con más insistencia aquella frase del filósofo Erico Malatesta: Anarquista es, por definición, aquél que no quiere estar oprimido y no quiere ser opresor; aquél que quiere el máximo bienestar, la máxima libertad, el máximo desarrollo posible para todos los seres humanos.