Según el diccionario de la real Academia de la Lengua española, un héroe es un “varón ilustre por sus hazañas y virtudes”. Es una especie de semidiós venerado y aclamado por las masas populares y, como tal, ejerce la labor de todo dios: es el punto máximo de alguna religión, el eje axial y motivo primero de su existencia. Para nosotros, los humildes seres humanos, los dioses son la aspiración de todo lo que desearíamos tener y no tenemos. Sus virtudes son nuestras metafóricas aspiraciones. El ser humano es imperfecto, pecador por naturaleza, corrupto. Al dios sin embargo –sea de la naturaleza que sea- no se le puede atribuir defecto alguna, es la perfecta armonía personificada en el terreno áureo. Ese es, pues, el punto de partida toda religión: la adoración incondicional a un ser supremo al que hay que temer e idolatrarar en partes iguales, pues su bondad y supremacía es tal que no admite discusión. Más tarde, bajo las proclamas del sectarismo y la propaganda del panfleto y de las frases apeladoras de los sentimientos, la religión surge de la nada. Y así ocurrió con el catolicismo. Y con el islamismo. Y el judaísmo, también. Todas ellas religiones monoteístas, sectarias y excluyentes por naturaleza. Posteriormente, aparecerían nuevas religiones, fruto de movimientos políticos o sociales. El comunismo soviético no era más que un culto al profeta Stalin. El pueblo ruso, imbuido por la propaganda del régimen, acabó adorando al cruel dictador, en sustitución del dios católico.
Precisamente con la caída del “comunismo”, aparecería otro tipo de culto: el culto al mercado. Al consumo. A las actrices y a los actores. A los famosos y las famosas. A los cantantes. A los futbolistas. Una vez vacío el intelecto de ideologías, los nuevos dioses son personas, como nosotros, que han logrado el éxito que nos hubiera gustado conseguir en vida, pero personas al fin y al cabo. Magnificados y sobredimensionados sobremanera por ese instrumento propagandístico y adormecedor del intelecto que es la televisión, con el poder de crear un héroe de la nada, o reducirlo a las cenizas, los nuevos dioses lo tienen todo: reconocimiento, dinero, atractivo físico y una capacidad innata para vivir del cuento de hadas que los aparatos mediáticos se han encargado de construir a su alrededor. A penas trabajan, algunos ni siquiera pagan impuestos, a pesar de tener las rentas más altas, y no tienen problemas conocidos. ¿Cómo sino puede explicarse la almibarada devoción hacia la familia real, cuyos miembros y miembras no necesitan trabajar porque somos nosotros los que sustentamos sus sueldos y riquezas? ¿Quién podría entender que once jóvenes pegando patadas a un balón exaltaran más orgullo patrio que Franco en toda su larga dictadura? La Eurocopa de fútbol ha sido la nueva religión. Abanderada por una cadena nunca saciada de beneficios económicos, ha conseguido, mediante la más antigua proclama popular, la que apela a los sentimientos, reunir a todo un país alrededor de los dioses, futbolistas que reciben pagas millonarias y a quienes la crisis económica poco afectará. Los héroes que los medios nos venden son deformaciones de la realidad, espejos en los que nos gustaría mirarnos, pero que no podemos pagar porque son demasiado caros. Y, mientras la vida se consume, al final nos damos cuenta de que hemos perdido la mitad de nuestro exiguo tiempo mirándonos en ese caro espejo, deseando lo que nunca podremos ser, y entonces nos lamentaremos de haber considerado héroes a aquellos que menos merecen ser tildados con tal adjetivo. Y entonces caeremos en la cuenta de que los auténticos dioses, los que en realidad son ilustres por sus hazañas y virtudes, son los que se juegan el tipo a diario, trabajando por el bien común, o salvando vidas, o cuidando a las personas que lo necesitan. Son los que arriesgan la vida en pateras en busca de un porvenir mejor. Aquellos que trabajan doce horas diarias, explotados por sus patrones y en condiciones inhumanas. Mientras unos cuantos afortunados pueden vivir como reyes trabajando lo justo, miles de jóvenes no pasan de ser mileuristas. Otros, ni siquiera aspiran a serlo, y dedican su vida a ayudar a las personas desfavorecidas. Ellos son los únicos que dan un poco de dignidad a esta raza humana tan corrupta e imperfecta.
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