martes, 26 de febrero de 2008

Sexo, drogas y Rock

La llegada de la mayoría de edad es sufrida con resignación. Al principio, porque no notas ningún cambio en especial y, más tarde, porque te das cuenta de todo lo que se te viene encima. La despreocupación y la alegría de la infancia dan paso a las responsabilidades y los problemas del devenir de la vida cotidiana. Lejos quedan, por tanto, los días en que corrías por todos los lados gritando al son de la más variopinta de las músicas. Todo quedó atrás. Es tiempo de deberes y obligaciones, de trabajo, de remordimientos, de presiones y ansiedades por el cauce que tomará la vida. Nadie lo reconoce, pero crecer y darse cuenta de ello es uno de los acontecimientos más trágicos que, irremediablemente, debe afrontar el ser humano.
Por todo ello, cuando llega cierta edad, el sexo, las drogas y el rock and roll son las únicas esperanzas de volver a la infancia y revivir las desvergüenzas y despreocupaciones diarias. Todos ellos son formas de evadirse, de quitarse preocupaciones y hacer lo que a uno plazca. El drama del trabajo, impulsado por el lastre del agónico capitalismo mundial, nos convierte en esclavos del sistema, y nos va consumiendo poco a poco. Se nos quiere hacer creer que el trabajo dignifica, que sólo se es niño una vez en la vida, y que esto ha sido así siempre. No es así. Ha sido así desde que los señores feudales explotaban a sus vasallos a cambio de nada. Por eso, cuando se nos dice que no nos droguemos, que no follemos o que no pongamos la música más alta, de nuevo se nos está instando a reafirmarnos en nuestra condición de esclavos del sistema, que rindamos al 110%. ¿Por qué no podemos no dejar de ser niños, entonces? Todos nos conformaríamos con un poco más de libertad, como la que teníamos en la infancia. Con menos preocupaciones y deberes cotidianos. Nos conformaríamos con ser un poco menos máquinas programadas, un poco menos esclavos. Al fin y al cabo, ¿qué hay más infantil que la libertad?

lunes, 18 de febrero de 2008

Años felices

Nos encontramos a años luz de una de las épocas más convulsas de la historia de la humanidad (comienzos del siglo XX) y ya nadie duda de la enorme superioridad del capitalismo de mercado sobre cualquier otra alternativa factible. Y quien lo duda, es tachado de radical. Como dijo un filósofo antaño, la caída definitiva del comunismo soviético ha supuesto un nuevo orden mundial: el fin de las ideologías. Occidente se ha subido al tren del capitalismo, y le gusta: todos vivimos alegremente felices e intentamos no hacernos demasiadas preguntas. Mientras tanto, ha comenzado la campaña electoral. Al no haber ideologías, todo es muy confuso. Cuesta distinguir quienes son esos señores que salen todos los días en la televisión tratando de captar al mayor público posible con medidas demagógicas.

El otro día, ese ser llamado Rajoy, identificado con la antaño denominada “ideología conservadora”, propuso una medida con respecto al tema de inmigración, según la cual todos los inmigrantes que vengan a este precioso paraíso capitalista que es España, firmarían un contrato que garantizase su lealtad al sistema. Que dejen claro que vienen a trabajar y, cuando ganen dinero (y nos hayan enriquecido, ya de paso), que se marchen a su país, que aquí “no cabemos”, es lo que viene a sintentizar Rajoy. Tres cosillas:

1) Una de las causas del crecimiento económico español ha sido, históricamente, la llegada de inmigrantes que, incorporados como fuerza de trabajo, contribuyen a que los españoles gocemos de buenas pensiones, entre otras cosas. Al contrario de lo que se suele creer, España necesita muchos más inmigrantes en el futuro: hacen falta muchos puestos de trabajo y no hay olvidar que, en unos años, los ancianos seremos muchos más.
2) Con este contrato no se pretende la regularización de la llegada de inmigrantes a nuestras tierras, sino más bien, la construcción de máquinas al servicio del sistema capitalista, con un único objetivo: trabajar. Estas máquinas “made in X” no deben pensar, ni relacionarse, ni nada de nada. Sólo trabajar; algo que, históricamente, también nos ha enseñado el capitalismo. Bajo esa falsa premisa de que “trabajar dignifica”, nos han convertido en meras máquinas sometidas a los dictados fríos de las leyes de mercado. Pero a nosotros nos da igual, porque, al fin y al cabo, a final de mes nos podremos comprar ese vestido que tanto nos gustaba.
3) Este contrato, semejante al que Marx enunció en su teoría de la acumulación primitiva del capital, pasa por alto algo muy importante: el carácter humano de esos inmigrantes. Debemos recordar que un día los españoles también fuimos emigrantes y por ello nos hubiera gustado encontrar en aquellos países a los que ibamos las mejores condiciones posibles. Así, a su vez, no debemos cerrarnos ante las posibilidades culturales y de variedad que nos pueden aportar los inmigrantes, con independencia de su lugar de origen.
4) Hoy en día, una de las principales preocupaciones de la sociedad española es la inmigración. Son percibidos por nosotros como “esos seres diferentes en apariencia que vienen a robarnos lo que con tanto sudor nos ha costado”. Esto tiene un nombre y quizás no sea tanto racismo o xenofobia como algo que no se tiene tan en cuenta: aporofobia. Si algo nos ha enseñado el liberalismo es a temer al pobre. No lo entendemos, no entendemos su diferencia, y nos da miedo. De ahí el rechazo. Porque tampoco es factible que les culpemos de alentar la inseguridad ciudadana. Un estudio ha demostrado que sólo el 15% de los crímenes diarios en España son causados por inmigrantes. Algo muy diferente a lo que nos muestran los telediarios. ¿Por qué será?
5) Con esta medida se demuestra el gran desconocimiento por la historia y la cultura por parte de muchas personas. Quizás ese olvido es voluntario y estos señores, sólo movidos por el atrayente capital, olvidan que países tan cercanos como África estuvieron explotados salvajemente por el imperialismo occidental hasta no hace mucho. De hecho, de ello hoy se deriva las trágicas situaciones de muchos de éstos países, que no han podido sobreponerse. Además, pese a que la dominación política terminó, continúa una dependencia cultural y económica que, bajo la hegemonía de ese gigante con pies de barro llamado Estados Unidos, sigue sumiendo a estos países en la más absoluta pobreza. Como muchos pensadores sostienen, nuestro desarrollo es incompatible con el desarrollo de otros países y, por tanto, es imposible que todos podamos hacerlo en la misma medida. Es falso, por tanto, el pretender que estos países algún día saldrán de la pobreza a no ser que nosotros intentemos una cosa impensable: decrecer económicamente. Algo imposible con políticas como la de ese “progresista” llamado Zapatero, que quiere hacer desaparecer el IRPF, con lo que los más ricos y las empresas no pagarán más. O sea que mientras el ave del capitalismo despiadado planee sobre nuestras cabezas y nos exija seguir trabajando como esclavos, nada cambiará para estos países. Por supuesto, para nosotros todo lo contrario: el individualismo y el egoísmo nos empuja a desear lo mejor para nuestro país y los demás “ya se apañarán”. Desde mi punto de vista, tenemos una deuda irremediable con los países del tercer mundo. Admitámoslo: somos los culpables de su estado, y promover medidas como la de Rajoy sólo permite agudizar la agonía de sus ciudadanos: el contrato se convierte en un nuevo imperialismo que amenaza con destruir las conciencias de la gente y la cultura de las distintas etnias y razas del planeta.

viernes, 15 de febrero de 2008

lunes, 11 de febrero de 2008

Hipócritas

Hipócritas los hay por todos lados. Y de todos los colores. Aunque hay épocas del año en las que florecen más, como las amapolas en las zonas más templadas. A diferencia de ellas, poca belleza puede traslucirse en su plena efervescencia. Las amapolas, rojas y brillantes, son capaces de aparecer en las zonas más reconditas y oscuras, con esa capacidad especial para proporcionarles una frescor inusitada; haciendo bello lo que parecía insalvable. Por el contrario, los hipócritas, aunque ya nacen así, nada bueno de ellos se puede decir cuando se acerca su época de plenitud. Estamos hablando de la entrada de la primavera, cuando esos políticos con mucho talante y muy pocas tablas, intentan camelarnos con sus trampas electorales. Todo se subasta en época electoral. Como el capitalismo más atroz, convierte en mercado a la tierra, al dinero y, en última instancia, a la sociedad. Somos utilizados por esos dioses que deciden qué imponernos para hacernos “felices”, presas de nuestra ignorancia sobre lo que de verdad dilucidan, en sus asambleas diarias. Imagino sus conversaciones:

- ¿Qué podemos colarles ahora para que nos voten? ¿Preferís que bajemos los impuestos o las pensiones?

- ¿Por qué no les damos 400 euros para que se calmen?

Sin embargo, salvo contadas ocasiones, su “mercancía” (o sea, nosotros), sabemos mínimamente de lo que hablan. Es cierto, han conseguido nuestra despolitización y parte de nuestra ignorancia se debe a la sumisión que este sistema ha conseguido en aquellos en lo que lo habitan. Nos tiran la caña con sus promesas, que prometen resultados inmediatos para problemas que difícilmente tienen solución a tan corto plazo sin tener que renunciar a otras cosas. Lo peor es que picamos. Nos tiran ese anzuelo tan suculento y no podemos hacer nada para evitarlo. Hipocresía. En época electoral, no hay ideologías que valgan. No existen izquierdas, ni tampoco derechas. Sólo hipocresía. Las ofertas están sobre la mesa y el mercado ha comenzado. El político cuyo anzuelo sea el más poderoso, ganará. Poco importa que después sus promesas sean cumplidas o no; el pueblo las olvidará, aunque poco antes las haya ovacionado con fervor. Esta es la democracia que tanto deseamos y que nadie puede criticar, porque es el mejor de los sistemas posibles. La ignorancia de sus ciudadanos, sometidos a una lobotomía política, es el precio que tenemos que pagar para que estos hipócritas del talante y la xenofobia satisfagan con creces su ego y lo alimenten constantemente de promesas vacías y falsas esperanzas que nunca llegarán. Y si llegan, poco cambiará.

Pongamos el caso de los 400 euros que Zapatero quiere devolver a todos los contribuyentes. Pero que medida tan progresista, por dios. ¿Este es el socialismo que tanto anhelo España después del agónico franquismo? ¿O acaso es tan sólo una terrible consecuencia del mismo y una previsible continuación? Poco importa que esos cuatrocientos euros sean recibidos por ricos o por pobres, al fin y al cabo todos le darán el mismo uso: se comprarán una televisión de plasma o un home cinema, mientras, al mismo tiempo, dirán en las encuestas que su situación ecónomica y la del país es penosa. ¿Penosa, comparada con quien? ¿Con Kenia? ¿Con Irak? ¿Con Sri Lanka, tal vez? De nuevo, la hipocresía con la que nos brinda estos tiempos primaverales. Mientras tanto, las amapolas continuan con su esplendoroso crecimiento, ajenas a todas las mentiras y falsedades que los seres humanos nos llevamos entre manos. Feliz campaña electoral.

domingo, 3 de febrero de 2008

Colas de Espera

Las colas de espera son desesperantes. Sobre todo las que duran tres horas. En realidad son un logro de la sociedad: gente sin prejuicios comportándose civilizadamente hasta que llegue su turno. Pese a que lo sabemos, seguramente a todos nosotros hemos sentido alguna vez la tentación de saltárnosla y abrirnos paso entre la gente a empujones y tirones de pelo. Pero no lo hacemos, porque somos civilizados.
Sabes que cuando accedes a una cola de espera no podrás salir por mucho que quieras; son como sectas, te atrapan y, si eliges abandonarlas, te remorderá la conciencia el resto de tu vida. Al principio, cuando decides adentrarte en una cola de espera, lo haces con serenidad, serio y disciplinado. Crees que podrás resistirlo, aunque sepas que vas a esperar mucho. Al fin y al cabo, es una cola, y al final tendré mi recompensa, piensas, inocentemente. Pero conforme va avanzando la fila comienzas a cuestionarte cosas. En primer lugar, te cuestionas la decisión que acabas de tomar y te preguntas si realmente vale la pena esperar tanto por lo que te espera al final. En segundo lugar, te cuestionas el funcionamiento de las colas de espera. ¿Realmente es un logro de la sociedad estar plantado tanto tiempo, esperando, en un gran alboroto de gente? Finalmente, te cuestionas a la propia sociedad y acabas cagándote en todos los que están allí, rodeándote. Al fin y al cabo, si todos murieran de repente, sólo tú quedarías en la cola y tendrías que guardar ese estúpido sitio. Miras a tú alrededor y sólo ves gente, sudorosa, igual de impaciente que tú, y esperas lo peor. Tú también comienzas a impacientarte y deseas de todo corazón que, de repente, aparezca un mando a distancia con el que poder volver al pasado para no tomar la decisión de meterte en la cola de espera. Sin embargo, hechas un vistazo delante y, más tarde, otro detrás. Estás en la mitad y ya es demasiado tarde para abandonarla. Si lo haces, tendrás que asumir que has perdido un tiempo precioso, el cual podrías haber dedicado a otras cosas más productivas. ¿Cómo vas a abandonarla ahora? Sería una ofensa para tu autoestima. Decides resistir y todavía te desesperas más por tu decisión.

Ante la falta de cosas que hacer en una cola de espera, lo más fácil, si estás sólo (el peor de los casos posibles), es escuchar las conversaciones de la gente que tienes a tu alrededor. No puedes evitarlo, realmente. Yo por ejemplo, tuve una experiencia muy surrealista el otro día escuchando una. Una mujer, con su hijo en brazos, le contaba a otra su mala relación con el señor don Dinero. Desesperada, le decía que no tenía dinero para nada, que le costaba mucho llegar a final de mes, porque “la economía está muy mal”. Posteriormente, comentaba que los gastos del niño le impedían hacer muchas de las cosas que más le gustaban: comprarse pantalones de la marca más cara del mercado, salir de fallera (lo que conllevaba 36 euros al mes), irse de crucero por Italia o redecorar el salón con las últimas tendencias en moda. Ahora tenía que prescindir de alguna de ellas. Ya es curioso que pudiera hacer todo esto antes del nacimiento del niño; cosas que, antaño, sólo un Borbón podría haber hecho a la vez. Y es que si alguna cosa nos ha enseñado el bendito Estado del Bienestar en el que vivimos es a vivir como reyes, porque “nosotros nos lo merecemos”. Lo que antaño era imposible ahora resulta una necesidad y, por eso, cuando suben los precios, todos nos rasgamos las vestiduras. Somos como niños mimados al amparo del capitalismo salvaje que nos ha enseñado a pedir cuanto queramos y a consumir siempre más que el día anterior. Cuando no nos llega el dinero para los juguetes o las chucherías que queremos, pataleamos y rabiamos. Culpamos al gobierno por la mala gestión de la economía y alentamos el miedo ciudadano diciendo que “la economía española está en crisis”.

Sin embargo, las estadísticas no nos avalan. Seguimos siendo uno de los países más ricos del mundo y nuestro superávit ha aumentado en los últimos años. Lo que pasa es que estamos mal acostumbrados. Si no llegamos a fin de mes es porque no queremos, porque para nada vivimos mal. Ni mucho menos. Seguramente, ningún habitante de Marruecos, o de Rumanía, o de Kenia, o de Calcuta no podrá pagarse un crucero por Italia, ni amueblarse la casa (en caso de que tenga una vivienda digna). Seguramente, ni siquiera tiene dinero para comprarse unos pantalones baratos. Pero a muchos les da igual. Se conforman con poco, con muy poco, porque están acostumbrados. Serían capaces de ser felices sin ninguna de las cosas con las que la mujer de la cola se quejaba de no poder tener. Y en parte, gracias a su modestia, nosotros podemos tener todo lo que queremos.