sábado, 28 de junio de 2008

De centro comercial

Allá por los tiempos de la revolución francesa –esos que el neocon Ratizinger considera los de la perdición del ser humano- comenzaron a surgir los términos derecha e izquierda. Todo lo determinaba la posición que los profesantes de cada ideología ocupaban en el Parlamento. Era el comienzo de toda una serie de conflictos, guerras y recelos entre ambos bandos políticos, desde entonces subscritos bajo una etiqueta determinada. Sin embargo, también se abrió en ese momento el período de un tiempo con mayores libertades en el campo de lo político, donde al menos no era un monarca absoluto por la gracia de un Dios en horas bajas el que dictaba todos y cada uno de los principios del sistema. Desde entonces, los obsesos de las etiquetas, no han dejado de descansar, revitalizando una y otra vez el panorama de las ideologías. Pronto comenzarían a surgir los radicales, esa especie siempre en peligro de extinción pero tan ruidosa y exagerada. Personas sin alma, sin corazón, alejadas de la tradición y el formalismo que requiere un Estado democrático de derecho. Todos estos bichos raros, sean de más de izquierdas o de derechas, se engloban todos bajo esa misma etiqueta: radicales. Lo que viene a decir que todos son del mismo calado. Todos tienen el mismo nombre e idéntica denominación de origen. Otra de las tendencias derivadas del etiquetismo de nuestra sociedad es la consideración, tan banal e ilógica, de que “todos los extremos se tocan”. La simplicidad reducida al absurdo del intelecto pausado. Todos cuantos caen en tal dislate, aseguran defender la legalidad, la normalidad, lo realmente rico para la civilización. Lo radical es tan subjetivo… ¿Cuándo alguien o algo pasa de ser una persona normal y se convierte en un radical?
Pero no todo en esta vida es de derechas, de izquierdas o radical. Nada hay blanco o negro. Por eso, un nuevo término político acabó por surgir para el delirio de los lingüistas y las miembras de la Real Academia. El centro. Como si no tuviéramos bastante con todos los enfrentamientos, este nuevo ente tan metamórfico y heterogéneo surgió de la noche la mañana. Realmente, constituye otra obra de arte creada por los de arriba. Desde entonces, la mejor estrategia para ganar las elecciones y alcanzar el poder es el centrismo. Ser de centro mola, es lo guay, lo moderno. El fin de las ideologías, la simpleza uniformidad y el unipartidismo al poder. ¿De qué vale complicarse la cabeza siendo de derechas o de izquierdas, pudiendo ser ambas y ninguna a la vez? ¿Qué sentido tiene distinguir? ¿Qué diferencias puede haber? Los contrastes son, sin embargo, de sobra conocidos. Riqueza o igualdad, lo público contra lo privado, tolerancia frente a la inmigración, derechos laborales… y un continuado sin fin de opciones que el centrismo parece ignorar por completo. La centralidad obedece a la necesidad de los partidos por caminar hacia el conservadurismo sin querer aparentarlo demasiado. El PSOE –injustamente llamado socialista- es un partido de centro-izquierda. El PP, de derecha pura y rancia. Ambos acaban optando por expulsar inmigrantes tiránicamente, favorecer más a los empresarios que a los trabajadores o prostituirse frente al capitalismo más desigual. Las similitudes entre los dos partidos son tan grandes que asustan. Por ello, ante la carestía de ideas políticas, de ideología pura que defina sus actuaciones, ambas organizaciones se ven forzadas a declararse centristas para satisfacer al electorado más populista, imbuido terriblemente por esta corriente impuesta del fin de las ideologías. Eso es lo que recientemente ha ocurrido en el nuevo Congreso del PP. Sus militantes se han dado cuenta de que la demagogia, la crispación y el atrasado conservadurismo con toques fascistocatólicos no funciona y, ahora, en consecuencia, se ven obligados a virar hacia un nuevo mercado. Y no hay nada más general y pragmático como el centro. Cabe preguntarse: ¿Cómo podemos fiarnos de unos políticos que mienten acerca de sus valores y cambian de ideales de la noche a la mañana?

miércoles, 18 de junio de 2008

¡He dicho que no!

Los ciudadanos irlandeses han rechazado el tratado de Lisboa, tirando por los suelos todos los proyectos que los burócratas habían planificado desde Bruselas. Hay que ser ignorantes, pensarán algunos. ¿Cómo pueden dar la espalda a una Unión Europea que retiene inmigrantes durante casi un año, cuando no los expulsa, sin ninguna explicación? ¿Cómo es posible que digan no al aumento de burocracia que este nuevo tratado pretende imponer? ¿Cómo negarse a Bolonia, y al resto de privatizaciones que se nos avecinan? ¿Por qué no aceptar la jornada de 65 horas, aprobada por unanimidad en Bruselas? Ni si quiera están conformes en pertenecer a un continente que pretende imitar en todos los sentidos a Estados Unidos, ratificándose año tras año en una unión elitista, que discrimina a los países pobres y a la diversidad cultural. También se manifiestan como si tuviera algo que ver con los elevados costes del petróleo, o la influencia del Banco Mundial y la economía europea en la crisis mundial que nos azota. Qué ignorantes. No cabe duda de que por la cabeza del señor Sarkozy –presidente momentáneo de la UE- habrá pasado más de una vez la pregunta: ¿Qué sentido tiene someter a votación un Tratado? ¿Para qué sirve preguntar a la ciudadanía sobre algo, si son simples corazones sentimentales, que se dejan influenciar por cualquiera? Y es que, curiosamente, Irlanda ha sido el único país en el que el tratado de Lisboa se ha sometido a referéndum. Los demás países ni siquiera nos habíamos enterado de que nuestro Gobierno había aceptado tal acuerdo. Vivimos ajenos a los que nuestros gobernantes hacen o dejan de hacer, porque se supone que, una vez les hemos votados. Tienen cancha libre para hacer lo que les plazca con nuestras conciencias, al parecer inválidas y tullidas para decidir sobre otros asuntos trascendentales. Por ello, los hilos de los poderosos políticos europeos ya están tejiendo artimañas que menosprecien la libre voluntad del pueblo irlandés, y conviertan la crisis europea en un mero bache en el camino, cuyo ocultamiento es bien fácil con un poco de cemento duro. Los mismos gobernantes que usaron la demagogia más escabrosa para convencer a los ciudadanos europeos de que integrarse en la UE era el deber de todo “país de bien”, el camino lógico y natural que la democracia debía adoptar, no valoran la decisión tomada por los ciudadanos irlandeses, fruto de esa democracia por la que tanto predican, pese a que a la hora de la verdad, pocos son los que la utilizan en su significado etimológico. Porque si democracia significa “libre voluntad del pueblo para decidir”, no debería terminar esa relación entre pueblo y sistema en las urnas, sino que debería estar presente en todas y cada una de las decisiones de una comunidad. Sabemos las artimañas que todos los políticos se gastan con tal de que un puñado de fanáticos de la imagen les voten. Sabemos que esta democracia que la UE emplea es pura fachada, que esconde en realidad la búsqueda de los intereses de unos cuantos magnates y adustos ricachones de capa y espada. Por eso, la única democracia válida es la directa, tan sólo ella sería capaz de encaminar al ser humano hacia esos valores que desde su nacimiento persigue con tanto ahínco.

sábado, 14 de junio de 2008

miércoles, 11 de junio de 2008

Como los cangrejos

Hace 10.000 años, el ser humano descubrió la agricultura y la ganadería. Hasta ese momento, la caza era la única forma de alimento y de trabajo, de forma que toda la tribu debía participar en ella si quería alimentarse y sobrevivir. Sin embargo, con la llegada de las nuevas especialidades, en lo que parecía una auténtica ventaja, surgió el gran problema de la humanidad. Ahora ya no era necesario que todos cazaran, sino que bastaba con que unos pocos se dedicaran a la agricultura y a la ganadería para alimentar al resto de la tribu. Los demás podían ejercer trabajos distintos, más cultivadores, como la escultura, el arte y otras especialidades que contribuyeron a la evolución y el desarrollo intelectual de la especie. Pese a todo, emparejados con la división del trabajo, surgieron los excedentes de producción y, con ellos, el primer dilema moral de la reciente historia del homínido. ¿Qué hacer con ellos? En un abrir y cerrar de ojos, surgirán, de las entrañas más profundas del infierno, las clases sociales, y, con ellas, las desigualdades. Monarcas y clérigos se harán con esos excedentes de producción. ¿Cómo? Legitimando la acción de trabajar para otro y rutinizándola en el día a día por medio de innumerables procesos. A través de la palabra de un dios todopoderoso, lograrán someter a los pobres campesinos durante siglos. Éstos, mientras tanto, devendrán de forma inerte en la tortura de la vida, tan sólo inferior en monstruosidad al infierno, lugar en el que acabarán si no cumplen con “su cometido”. Su vida dedicarán a unos cuantos elegidos, los nobles y clérigos, elegidos por dios para desempeñar el papel de tiranos ante la sierva población. Para mantener ese proceso de sumisión, se castigaba fuertemente a quien osara plantar cara a la autoridad, mediante el establecimiento de un fuerte sistema de sanción, que prevenía al sistema de todo tipo de revolucionarios que pudieran ponerlo en peligro. La Edad Media fue el periodo más infeliz en la vida de la mayoría de personas, por llamarlas de alguna manera.

Mucho habría que esperar para que las cosas mejoraran, puesto que la estructura de esta época iba mutando, pero siempre continuaba. Los déspotas monarcas se transformaron en empresarios, banqueros, ricos y, luego, burgueses. Todos ellos contribuyeron en su día a que el sistema siguiera en pie, y continuaron sometiendo a los trabajadores a interminables horarios laborales, cuando apareció el sistema capitalista de producción. En la diferencia de horas laborales con otras empresas es donde estaban los mayores beneficios, así que se empleaba una plusvalía absoluta, con el objetivo de extraer los mayores beneficios posibles de la producción. Hasta el siglo XX, no cambiará la situación. En este momento, los sindicatos ejercerán una gran labor presionando a los empresarios y poderosos, hasta lograr la jornada laboral de 8 horas. Todo un logro celebrado entre las masas obreras mundiales. Sin embargo, el capitalismo seguía necesitando producir para no morir, así que la plusvalía absoluta será reemplazada por la relativa, y los trabajadores, sustituidos por máquinas, que realizarán el mismo trabajo, pero en menos tiempos. El paro comenzó a instaurarse en la sociedad, y con él, el miedo de los trabajadores a desempeñar mal sus laborales.

Ayer, 10 de junio de 2008, la tan laureada Unión Europea, aprobó la jornada máxima laboral de 65 horas semanales, equivalente a trabajar 13 horas diarias. Como respuesta a la crisis, no es más que insuficiente, porque bien es sabido que ésta no se soluciona base de aumentar la producción descaradamente, de forma tozuda. La conclusión a la que han llegado un puñado de hombres poderosos trajeados es que las mujeres y hombres de hoy son capaces de aguantar más de la mitad del día trabajando. ¿Por qué no? Parece que volvemos a aquello de “trabajar dignifica”, aquellos viejos tiempos de la plusvalía absoluta y la inexistencia del tiempo libre. Debemos ser conscientes de que, en realidad, el trabajo surgió de la necesidad del propio hombre, y no de los que, con la excusa de ser ricos, le cargaron con la responsabilidad de trabajar el doble por los lo que no dan un palo al agua. Seamos conscientes, pues, de que trabajar es una carga, un peso nada superfluo que se nos impuso desde la edad media. Ahora, la moderna UE, esa organización sectaria con graves problemas de aporofobia, parece retroceder en cuanto a libertades se refiere: expulsión y maltrato a inmigrantes, privatización de la enseñanza con el sistema de Bolonia, auge de gobiernos fascistas… En fin, queda de manifiesto, como conclusión, que la globalización impone barreras, no las derriba. Es irónico el hecho de que, desde la caída de aquel muro famoso en 1989, han crecido muchos más por todo el mundo, que dificultan de forma alarmante las relaciones interpersonales y el auténtico objetivo de las personas: la autorrealización. Al parecer, retrocedemos como los cangrejos.

domingo, 8 de junio de 2008

Otro mundo es posible

Hoy en día, en este mundo globalizado, esa globalidad se expresa a través de los flujos de comunicación unidireccionales, que se expanden desde Estados Unidos hacia el resto del mundo. Pese a que la colonización supuestamente acabó hace siglos, todavía en pleno siglo XXI persiste una dependencia cultural y comunicativa de los países del sur y este del planeta con respecto al gigante ineluctable americano. Al acabar la segunda guerra mundial, y sin ningún sistema alternativo que le hiciera frente, Estados Unidos impuso al mundo su teoría del “libre flujo de la información”. Los norteamericanos salieron bien parados de la gran catástrofe mundial y con una serie de artimañas económicas lograron colocarse en el primer puesto económico y político global. Con la inefable excusa “el mundo es un mercado”, la macropotencia convirtió todo precisamente en eso: un mercado regulado por unos pocos –los más poderosos-, donde las leyes de la oferta y la demanda imperan sobre todas las cosas, como un dios todopoderoso que todo somete a obediencia inexpugnable. Brillantemente, este argumento condujo a la siguiente tesis: si tiene que existir un libre acceso a la información, de nada valen las barreras protectoras, que tan sólo obstaculizan el libre entendimiento entre personas. Sin embargo, nadie leyó la letra pequeña, en la que se explica como aquellos que más tecnología poseen podrán copar mayor parte del mercado, e incluso manejarlo a su antojo. Aquí es cuando la teoría norteamericana se convirtió en la “teoría de la libre manipulación mundial”. Sistemáticamente, los productos estadounidenses invaden nuestro mercado y nada ni nadie puede detenerlos. Ante este quebradero mundial, que maltrata a la comunicación en sí y dota de unas alas inmensas a las empresas gigantes, encaminadas hacia la concentración total de la información, poco se puede hacer. Ni siquiera existe un organismo internacional que regule la información a nivel planetario. El informe McBride –una propuesta con 82 recomendaciones a través de las cuales tenía que girar el nuevo orden de la información- propulsado por la UNESCO tuvo escasa importancia, sobre todo porque el propio país ahora presidido por Bush decidió abandonar la organización en ese preciso momento, como hace con todos los organismos que no puede controlar.

Mientras tanto, el mundo se enfrenta en el devenir diario ante periódicos e informativos plagados de ‘noticias trampa’, en las que se omiten gran parte de los hechos o se manipular descaradamente con miras a conseguir una valoración u otra del espectador. Si cuatro son los países que controlan el mundo, cuatro son las agencias de información privada que dominan la información, y cuatro los grupos de comunicación que operan de la misma forma. La concentración está, por tanto, plenamente asegurada. Los hilos son manejados desde arriba por unos pocos y nada parece indicar que la situación cambiará con un presidente u otro en Estados Unidos.

Ante esta situación, es necesario reflexionar, y pensar por una vez en esos países que quedan excluidos reiteradamente en las reuniones de los mandamases planetarios. Ese es el primer paso para caminar hacia una igualdad informativa real, que sirva para cultivar las mentes de los ciudadanos de todos y cada uno de los países, formándolos y encaminándolos hacia la plena autorrealización. El tratamiento de la información es un reflejo de la evolución de la mente de la ciudadanía. Si a la primera la tratamos como pura mercancía, la conciencia humana involucionará, profundamente herida, al ser obligada a leer una y otra vez la misma historia y quedará atrapada en las oscuras profundidades de la uniformización ideológica.

domingo, 1 de junio de 2008

Podría haberse evitado

Última semana de mayo. Dos obreros fallecen en las obras del Nuevo Mestalla, en la ciudad de Valencia, y otros dos resultan heridos, al desestabilizarse una de las plataformas, indebidamente colocada. Podría haberse evitado. La euforia sindical del 1º de mayo ya queda lejos, partió una vez más y su retorno no se producirá hasta dentro de un año. Esa es precisamente su débil fuerza: la fugacidad de las propuestas sindicales, convertidas en meras ilusiones en la utopía de una sociedad sin muertes laborales. Y es que, realmente, somos inconscientes de la cantidad de fallecimientos que provoca el terrorismo patronal. Auspiciados por las ansias infinitas y el fenómeno orgásmico de la posesión de cantidades avaras de dinero, los empresarios –que siguen existiendo, pese a que muchos prediquen todo lo contrario- eligen la mano de obra más barata y, por tanto, descalificada, que pueden encontrar en el ya de por sí precario mercado laboral. Como dioses, escogen a los afortunados que se jugarán la vida día tras día; una vida que se irá consumiendo ladrillo a ladrillo, a través de interminables jornadas laborales. En medio de una crisis económica planetaria, el empresario, ese lobo feroz a la búsqueda del máximo beneficio, trata de reducir costes a través de todas las pillerías posibles. Auténticos matasietes, dominan el arte de la embaucación y juegan a ser dios con la vida de gente indefensa, buena parte de ella migrante, además. Y es que ¿es ese el contrato que el conseller quiere imponernos a los valencianos a la fuerza? ¿Incluye ese contrato la necesidad de trabajar catorce horas diarias, a cambio de una miseria? Es incomprensible como el populismo del PP está acabando con la tolerancia hacia esos seres desposeídos, sin tierra, sin hogar, que huyen de ese fenómeno que no afecta a todos tan beneficiosamente como a nosotros: la globalización. Es inadmisible ser tan hipócritas cuando, sólo basta con salir a la calle para darse cuenta de que los migrantes están levantando el país, peldaño a peldaño. Están en cada obra, en cada esquina, sudando cual fieras indómitas ante su presa más añorada.

Otro hecho curioso es que, la misma semana de los dos muertos del Mestalla, comienzan a aparecer infinidad de noticias relacionadas con muertes de trabajadores por toda España. ¿Qué ocurre? ¿Por qué se silencian tanto este tipo de fallecimientos normalmente? No es necesario ser muy suspicaz como para saber los altos índices de mortaldad que se cobran numerosas obras. Todos tenemos algún conocido, familiar o vecino que ha muerto trabajando. Las compañías aseguradoras bien lo saben y, así, establecen una aproximación del número de obreros que pueden fallecer al término de una obra. ¿Cinco? ¿Diez? Quizás más. ¿Qué importa? Sobre esos cadáveres se edificará una nueva España, grande y libre. Las muertes son daños colaterales, hechos misteriosos que no empañan el crecimiento desmesurado y sin límites del capitalismo. El derecho al trabajo es tan necesario como el de la vivienda o el de la vida. Pero morir en el trabajo no es un derecho, es una gran putada, quizás la peor muerte que le pueda sacudir a uno. Las imágenes de varios videoaficionados captaron a las víctimas mortales del accidente del Mestalla trabajando a la 1 de la madrugada, pese al silencio al respecto de la televisión “pública” del País Valenciano. Por lo tanto, se podría haber evitado. La conclusión que saco de todo esto no es otra que la siguiente: mientras dediquemos un solo día a debatir sobre los problemas que aún a día de hoy afectan al mundo laboral, mientras en sólo una semana aparezcan en los periódicos más muertes que en todo el año, el estado de derecho no será más que eso: el derecho a morir a favor de los intereses de unos pocos.