miércoles, 30 de abril de 2008

Historia de un rebelde

Al alcanzar la mayoría de edad, los 18 años, se produjo una eclosión tal en el interior de su cuerpo, que resonó a miles de kilómetros de distancia. Como una mordedura de avispa, notó como, de repente, la madurez se le inyectaba poco a poco por vena intravenosa. Buenos culpables de la situación eran los libros, objetos que siempre le habían gustado, sí, pero a los que nunca les había sacado el jugo que debían. Antes, los leía. Ahora, los devoraba, como si el universo fuera a destruirse si no lo hiciera.
El inicio se produjo tras la lectura de un libro del filósofo Kropotkin, La conquista del pan, que había caído en sus manos casi por casualidad, y que, sólo por curiosidad, se atrevió a leer. Lo terminó en tres días, y le pareció la mejor literatura que había leído nunca. Al mismo tiempo, experimentó una extraña sensación, como si despertara de un sueño en el que había quedado atrapado durante los últimos dieciocho años, sin tener la más mínima sospecha. En ese preciso momento, al leer la palabra FIN en el libro de Kropotkin, su mente se desconectó del mundo feliz y complaciente en el que se había acostumbrado a vivir y despertó en uno nuevo, completamente diferente, mucho más crítico y dual, donde nada es lo que parece. Su nueva filosofía era la de el darse cuenta: se dio cuenta de tantas cosas que, hasta la fecha, quizás por ignorancia o por no querer saber, desconocía, que todo un horizonte completamente nuevo se abrió ante el resplandor celestial de su mente.
Tras Bakunin, siguió con teóricos, como Kropotkin. Marx, Engels, Chomsky o Camus comenzaron a formar parte de su recién descubierto universo. Junto a ellos compartió cosas que no había compartido con ninguna de las personas que había estado hasta la fecha. Siguió dándose cuenta, y les deseó como nunca a nadie había deseado. Llegó un punto en el que su existencia era posible sólo gracias a ellos, ese punto que le llevaba a despreciar a todo lo relacionado con el mundo que había dejado atrás. Ahora sólo le interesaba el nuevo, el que se escondía entre las páginas de papel de cientos y cientos de libros aún sin estrenar.
Una cosa llevó a otra, la causa a su efecto, y, con el paso del tiempo, descubrió en el movimiento libertario su compañero más fiel, su salvación para salir del atolladero en el que se hallaba inmerso. Veía en la lucha libertaria la única manera de acabar con la represión diaria en la que se había convertido la vida para tanta gente. Se afilió a las Juventudes Libertarias, y en ellas luchó por un mundo mejor, donde la libertad fuera el principal objetivo. Pero no la libertad que preconizaban en la democracia, con multitud de acuerdos y contratos de obligado cumplimiento, sino la libertad sin límites. Esa en la que el único contrato posible era el respeto y el amor entre cada uno de los seres humanos de la sociedad. Luchó contra la precariedad laboral, contra los burgueses explotadores, cubiertos de fortuna mientras buena parte del planeta se muere de hambre. Luchó por salvar la naturaleza en un planeta que la había olvidado desde el momento en el que el hombre se hizo hombre.
Bien es cierto que todo esto fue posible gracias a la gran cantidad de tiempo de la que disponía. Era estudiante de filosofía, y la facultad tan sólo le robaba unas cuatro o cinco horas diarias. El resto del tiempo, su cabeza divagaba y su mente se fundía con la de decenas de jóvenes que, como él, dedicaban su vida al movimiento y a la lucha diaria.
Sin embargo, con la llegada del segundo curso de la facultad, todo volvió a cambiar de nuevo. Sus ingresos se habían agotado por completo y se vio obligado a buscar un trabajo a tiempo parcial. Las horas dedicadas al pensamiento se esfumaron y fueron ocupadas por la labor ocupacional. Tuvo que abandonar las Juventudes Libertarias y su contacto con los otros jóvenes libertarios se vio mermado hasta quedar anulado casi por completo.
Ahora sigue trabajando todo el tiempo que no está en la universidad. El trabajo, como un fiel esbirro del capitalismo, acudió hasta su presencia con el objetivo de que disintiera de toda crítica contra el sistema y, en cierto modo, lo ha conseguido. Como uno más, ahora cotiza en la seguridad socia y cobra su salario mensual, que espera con ansias para pagarse algunos de sus caprichos, como su última adquisición, una televisión de plasma, desde la que vivirá con pasión los partidos de su equipo favorito.

viernes, 25 de abril de 2008

Felicidad

Hoy, en clase, un hecho me ha llamado la atención. Una chica, que se había dejado su bolso, llegó asustada y exclamó: “me dejaba mi vida”. Cuando le preguntábamos a qué diablos se refería, nos lo aclaró: se refería al móvil, el mp3, la cámara digital… que se arremolinaban dentro del mismo. Es decir, hoy en día, la vida de una persona, de un joven –salvo muchas excepciones, entre las que me incluyo, claro- de 18 años, con toda la vida por delante, se limita a una sarta de objetos tecnológicos, esos avances capitalistas con los que el mundo científico nos obsequia de vez en cuando, y que hoy representan la felicidad. ‘Felicidad’. Esa palabra abstracta que tantos quebraderos de cabeza da, tan maldita y tan utilizada por el capitalismo para engancharnos a él, para hacernos creer que cuanto más tengamos, mejor nos sentiremos, más felices seremos. Pero la felicidad, por suerte o por desgracia, no existe. Nadie puede asegurar que es feliz sin sentirse un hipócrita al mismo tiempo. Todos tendemos a ver en nuestras vidas los peores rasgos, aquellos que nos hacen parecer tan infelices. Siempre nos faltará esa nueva cámara que ha lanzado el mercado, o ese móvil de última generación para el que nuestro sueldo no llega. Con la aspiración a la utópica felicidad nos dejamos el dinero y avivamos ese ciclo mercantil interminable que permite la existencia de El Sistema.
Cuando los mandamases del mismo (políticos, burgueses…) preconizan el fin de las ideologías como algo celebrable, o nos tachan de radicales, limitándonos a ese círculo cerrado del que quedamos atrapados, intentan aspirarnos todo tipo de pensamiento crítico para campar a sus anchas en el universo de la globalización. La legalidad cada vez se va estrechando y sólo contempla sus propias acciones: dos partidos políticos, dos grupos de comunicación, dos empresas de telefonías… el mercado adelgaza cada vez más para reducir nuestras decisiones y elecciones a la mínima expresión. El antaño obrero precapitalista ha sido suplantado por el actual robot globalización: ese que habla idiomas, compra compulsivamente, no puede perder el tiempo, y, estresado, se muerde eternamente las uñas en su inútil búsqueda de la ansiada libertad, como si ésta fuera sinónimo de la libertad que buscaban los obreros. Pero no es así; más bien al contrario. El proceso no tiene nunca fin, siempre vamos a querer más. Siempre buscaremos la felicidad. Pero ésta no existe como fin en sí mismo, sólo en esos momentos de relajación, con los amigos, o leyendo algún libro, sólo esos se asemejan hoy en día a lo que en otro tiempo se conoció como libertad.

viernes, 18 de abril de 2008

Símbolos

El otro día, en un concierto, me di cuenta de cuan importante resulta un símbolo, y di constancia de la afirmación un gesto puede valer más que mil palabras. Cuando, al final de todas las canciones, o a mitad, o incluso al principio, la gente alzaba su puño, el tiempo se detenía y transportaba a los asistentes a otra dimensión, a otro mundo diferente; más justo, más igualitario, en el que todos éramos camaradas y compinches. Del fragor de la calurosa bienvenida al grupo hasta la última de sus canciones, desde el minuto 0 hasta el 200, todo era una compenetración máxima, un rito mágico entre público y músicos, nada comparable a ningún otro ritual o ceremonia religiosa. Los planetas se alineaban, los polos eclosionaban cuando, inevitablemente, nos sorprendíamos con el puño izquierdo levantado bien alto, cuanto más mejor.
Es curioso como los símbolos y las consignas pueden despertar a las masas de su aburrido letargo y llevarlas a conquistar el poder. Cuando ocurrió la revolución rusa, gran parte del éxito se había debido al conocido lema de Lenin: “Tierra, pan y trabajo”. La interiorización de este tipo de emblemas es tal que toda religión, asociación o grupo de amigos debe tener unos cuantos para afianzar su camaradería. Mientras algunos se esfuerzan por hablar y hablar sin parar, hay veces que con una simple señal se puede persuadir a alguien para que haga algo impresionante. Muchos han sido los seductores y seductoras que han conquistado a decenas de amantes con un simple movimiento de labios, o unos simples toqueteos aquí o allá. Seguramente, bastaría un gesto del presidente George Bush para que medio planeta se viera seriamente amenazado.
El puño levantado en alto como signo de revitalización del poder obrero -resultado de cerrarle la mano a los fascistas- es uno más, de los centenares que existen. Muy diferentes los unos de los otros, no debemos caer en el error de que éstos se conviertan en el opio del pueblo, sea de derechas o de izquierdas, puesto que, en el fondo, los símbolos no son nada más que eso, símbolos; independientemente de que ericen la piel más dura o despierten a las masas, nadie debería guiarse ciegamente por ellos: hay que saber diferenciarlos y, sobre todo, comprender que éstos no están eximidos de la manipulación de los más aprovechados. Por eso, debemos diferenciar el significante del significado, la persona que lo lleva a cabo y el contexto en el que se realiza, y digerirlos en frío, con la conciencia bien tranquila, si no queremos vernos envueltos en algún desagradable malentendido.

domingo, 6 de abril de 2008

Perdonen que no me levante

La primavera ya ha llegado, y con ella, la vegetación más recóndita comienza a florecer, a espaldas de lo que pueda ocurrir en el mundo. Año tras año, puntuales como clavos, las hojas de los árboles comienzan a aparecer, las amapolas florecen de la nada y algunos animales vuelven a nacer. Es curioso el cambio repentino que da la vida durante la primavera. Como si de algo estructural se tratara, todos revivimos en esta época del año: cuando recordamos el frío y oscuro invierno se nos ponen los pelos de punta e imaginamos lo desagradable que aquellas sensaciones producían. Ahora, con la brisa primaveral, comenzamos a quitarnos la ropa, a pensar de forma más lucida y, sobre todo, después de la frenética campaña electoral, a relajarnos más. El estrés de la vida cotidiana no es el mismo que se respira el resto del año, y todo parece mucho más llevadero. Mientras tanto, algunos siguen clamando por la escasez de agua. ¿Quién será el responsable de ello? ¿Es qué quizás no pensamos que podía ocurrir algo después del derroche inhumano de ella que hemos llevado a cabo? Mientras en Valencia –feudo pepero por excelencia-, el conseller de nosequé sigue injuriando en los manipulados informativos de canal 9 (dice que a nosotros nos hace más falta el agua que a Cataluña, cuando en tierras valencianas, a diferencia de en los Países Catalanes, nunca se han llevado a cabo cortes del suministro para racionalizar), los campos de golf afloran allá donde podemos imaginar el fragor primaveral más espectacular, centenares de fuentes con un chorro indefinido pueblan cada pueblo del país valenciano, sin mencionar las piscinas que de igual manera abundan en esos chalets tan necesarios (de las que seguramente se beneficien muchos políticos). ¿Transvase sí? ¿Transvase no? Poco importa, porque de igual forma, el agua será cada vez un bien más escaso, a la par que aumentarán las construcciones insolidarias e innecesarias. En pocos años, los árboles que florecen en primavera serán una especie en peligro de extinción, pocas flores tendrán el deseo de nacer en un mundo tan hipócrita como el nuestro, y los animales que despertaban de su letargo durante los meses de abril, pensarán en aquella célebre (y falsa) frase de Groucho March: “perdonen que no me levante”.