La llegada de la mayoría de edad es sufrida con resignación. Al principio, porque no notas ningún cambio en especial y, más tarde, porque te das cuenta de todo lo que se te viene encima. La despreocupación y la alegría de la infancia dan paso a las responsabilidades y los problemas del devenir de la vida cotidiana. Lejos quedan, por tanto, los días en que corrías por todos los lados gritando al son de la más variopinta de las músicas. Todo quedó atrás. Es tiempo de deberes y obligaciones, de trabajo, de remordimientos, de presiones y ansiedades por el cauce que tomará la vida. Nadie lo reconoce, pero crecer y darse cuenta de ello es uno de los acontecimientos más trágicos que, irremediablemente, debe afrontar el ser humano.
Por todo ello, cuando llega cierta edad, el sexo, las drogas y el rock and roll son las únicas esperanzas de volver a la infancia y revivir las desvergüenzas y despreocupaciones diarias. Todos ellos son formas de evadirse, de quitarse preocupaciones y hacer lo que a uno plazca. El drama del trabajo, impulsado por el lastre del agónico capitalismo mundial, nos convierte en esclavos del sistema, y nos va consumiendo poco a poco. Se nos quiere hacer creer que el trabajo dignifica, que sólo se es niño una vez en la vida, y que esto ha sido así siempre. No es así. Ha sido así desde que los señores feudales explotaban a sus vasallos a cambio de nada. Por eso, cuando se nos dice que no nos droguemos, que no follemos o que no pongamos la música más alta, de nuevo se nos está instando a reafirmarnos en nuestra condición de esclavos del sistema, que rindamos al 110%. ¿Por qué no podemos no dejar de ser niños, entonces? Todos nos conformaríamos con un poco más de libertad, como la que teníamos en la infancia. Con menos preocupaciones y deberes cotidianos. Nos conformaríamos con ser un poco menos máquinas programadas, un poco menos esclavos. Al fin y al cabo, ¿qué hay más infantil que la libertad?
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