Las colas de espera son desesperantes. Sobre todo las que duran tres horas. En realidad son un logro de la sociedad: gente sin prejuicios comportándose civilizadamente hasta que llegue su turno. Pese a que lo sabemos, seguramente a todos nosotros hemos sentido alguna vez la tentación de saltárnosla y abrirnos paso entre la gente a empujones y tirones de pelo. Pero no lo hacemos, porque somos civilizados.
Sabes que cuando accedes a una cola de espera no podrás salir por mucho que quieras; son como sectas, te atrapan y, si eliges abandonarlas, te remorderá la conciencia el resto de tu vida. Al principio, cuando decides adentrarte en una cola de espera, lo haces con serenidad, serio y disciplinado. Crees que podrás resistirlo, aunque sepas que vas a esperar mucho. Al fin y al cabo, es una cola, y al final tendré mi recompensa, piensas, inocentemente. Pero conforme va avanzando la fila comienzas a cuestionarte cosas. En primer lugar, te cuestionas la decisión que acabas de tomar y te preguntas si realmente vale la pena esperar tanto por lo que te espera al final. En segundo lugar, te cuestionas el funcionamiento de las colas de espera. ¿Realmente es un logro de la sociedad estar plantado tanto tiempo, esperando, en un gran alboroto de gente? Finalmente, te cuestionas a la propia sociedad y acabas cagándote en todos los que están allí, rodeándote. Al fin y al cabo, si todos murieran de repente, sólo tú quedarías en la cola y tendrías que guardar ese estúpido sitio. Miras a tú alrededor y sólo ves gente, sudorosa, igual de impaciente que tú, y esperas lo peor. Tú también comienzas a impacientarte y deseas de todo corazón que, de repente, aparezca un mando a distancia con el que poder volver al pasado para no tomar la decisión de meterte en la cola de espera. Sin embargo, hechas un vistazo delante y, más tarde, otro detrás. Estás en la mitad y ya es demasiado tarde para abandonarla. Si lo haces, tendrás que asumir que has perdido un tiempo precioso, el cual podrías haber dedicado a otras cosas más productivas. ¿Cómo vas a abandonarla ahora? Sería una ofensa para tu autoestima. Decides resistir y todavía te desesperas más por tu decisión.
Ante la falta de cosas que hacer en una cola de espera, lo más fácil, si estás sólo (el peor de los casos posibles), es escuchar las conversaciones de la gente que tienes a tu alrededor. No puedes evitarlo, realmente. Yo por ejemplo, tuve una experiencia muy surrealista el otro día escuchando una. Una mujer, con su hijo en brazos, le contaba a otra su mala relación con el señor don Dinero. Desesperada, le decía que no tenía dinero para nada, que le costaba mucho llegar a final de mes, porque “la economía está muy mal”. Posteriormente, comentaba que los gastos del niño le impedían hacer muchas de las cosas que más le gustaban: comprarse pantalones de la marca más cara del mercado, salir de fallera (lo que conllevaba 36 euros al mes), irse de crucero por Italia o redecorar el salón con las últimas tendencias en moda. Ahora tenía que prescindir de alguna de ellas. Ya es curioso que pudiera hacer todo esto antes del nacimiento del niño; cosas que, antaño, sólo un Borbón podría haber hecho a la vez. Y es que si alguna cosa nos ha enseñado el bendito Estado del Bienestar en el que vivimos es a vivir como reyes, porque “nosotros nos lo merecemos”. Lo que antaño era imposible ahora resulta una necesidad y, por eso, cuando suben los precios, todos nos rasgamos las vestiduras. Somos como niños mimados al amparo del capitalismo salvaje que nos ha enseñado a pedir cuanto queramos y a consumir siempre más que el día anterior. Cuando no nos llega el dinero para los juguetes o las chucherías que queremos, pataleamos y rabiamos. Culpamos al gobierno por la mala gestión de la economía y alentamos el miedo ciudadano diciendo que “la economía española está en crisis”.
Sin embargo, las estadísticas no nos avalan. Seguimos siendo uno de los países más ricos del mundo y nuestro superávit ha aumentado en los últimos años. Lo que pasa es que estamos mal acostumbrados. Si no llegamos a fin de mes es porque no queremos, porque para nada vivimos mal. Ni mucho menos. Seguramente, ningún habitante de Marruecos, o de Rumanía, o de Kenia, o de Calcuta no podrá pagarse un crucero por Italia, ni amueblarse la casa (en caso de que tenga una vivienda digna). Seguramente, ni siquiera tiene dinero para comprarse unos pantalones baratos. Pero a muchos les da igual. Se conforman con poco, con muy poco, porque están acostumbrados. Serían capaces de ser felices sin ninguna de las cosas con las que la mujer de la cola se quejaba de no poder tener. Y en parte, gracias a su modestia, nosotros podemos tener todo lo que queremos.
domingo, 3 de febrero de 2008
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