martes, 29 de enero de 2008

Un hogar para el diferente


Siempre había vivido en el campo, alejado de los ruidos y las preocupaciones que asociaba a la gran ciudad, la cual nunca había pisado. Trabaja en los huertos que él mismo cultiva al lado de su casa, como siempre ha hecho y nunca habría tenido intención de cambiar, de no ser por la expropiación que iba a sufrir en unos pocos días. El día anterior había recibido una carta de “los poderosos”, el término que solía utilizar para referirse a los gobernantes de la ciudad. Nunca ha querido saber nada de la política, ni siquiera se identificaba con ningún bando, con ninguna ideología. Su pensamiento nunca ha tenido la necesidad de inclinarse hacia unos u otros, pues piensa que lo único que hace la política es dividir a los hombres. La carta, que logró entender con dificultad, tras releerla casi cinco veces, decía que tenía que desalojar su casa y su tierra en menos de una semana, porque pronto se iban a demoler todas las tierras de su alrededor para construir una prolongación del puerto de Valencia, como consecuencia de la America’s Cup que tendría lugar en la ciudad. No lo entendía. Él nunca había hecho ningún mal a nadie, había vivido toda su vida por y para su tierra, solo y en contacto con lo que de verdad quería: la naturaleza. Pero ahora se lo iban a quitar todo. ¿Qué iba a hacer, sin un hogar? Releyó la carta y entonces comprendió mejor, en ella también decía, al final, que los propietarios desalojados serían trasladados a unas casas de protección oficial, situadas en la ciudad. Su reacción no se produjo tras leer esto último. Su casa es la que pisa ahora, al igual que sus tierras, como pisaron sus antepasados desde hace decenios. Desconsolado, no le queda más remedio que obedecer. Pronto, unas máquinas excavadoras, representantes del sistema, demolerán la casa que ha construido con sus propias manos. Será obligado a vivir en la ciudad, toda una alegoría para alguien que siempre la ha detestado. Al parecer, las reglas son las reglas y no se puede ir en contra de ellas, pues de alguna manera u otra, el destino te arrastra hacia ellas. Piensa en como debe de ser la vida en la ciudad, llena de prisas y humo por todas partes, seguro que en ella no se puede respirar y no se oirá el ruido de los pájaros al amanecer, como se oyen aquí. Aquí todo es distinto, piensa. El único ruido que se oye es el procedente de estos pájaros y el de las maderas de la casa crujir de tanto en tanto. Y el aire es tan puro como el agua cristalina que transcurre por el río de al lado, el cual llena de vitalidad todo cuanto rodea, dotándolo de una luz inconmensurable.

Podría resistirse, podría alzarse en pie de guerra y luchar hasta la extenuación hasta conseguir que dejaran su casa en paz. Pero ¿de qué serviría todo eso? Tarde o temprano encontrarían el medio para salirse con la suya y edificar los terrenos especulados. Además, ya no tenía edad para andar sublevándose. Lo mejor era acatar la orden como un buen cordero y retirarse a la ciudad, donde seguro que moriría a los pocos días, solía pensar.

Un día, las grúas llegan a la propiedad y comienzan a derribarlo todo. Él parte sin ningún lugar concreto adonde que ir y con sus escasas pertenencias: un sombrero de paja y una mochila con algo de comida. Pasan los días y no recibe noticia alguna sobre su nueva casa. Ahora su casa es la calle y, realmente, si existen tales casas de protección oficial, la noticia difícilmente llegará a sus oídos. No tiene ningún otro lugar donde refugiarse. No tiene familia. Recuerda que una vez conoció a una chica estupenda con la que estuvo a punto de casarse. Sin embargo, ambos discreparon a la hora de elegir dónde iban a vivir. Ella se empeñaba en vivir en la ciudad y él la dejó por eso. No podía vivir con alguien así. Ahora se lamenta de aquello. Si hubiera aceptado, tendría un lugar donde cobijarse y una mujer con la que compartir su desdicha.

Pasan las semanas y nada. Ahora vive cerca del puerto, donde ve desde la distancia como se pasean por él cientos de millonarios despiadados, con sus enormes embarcaciones, restregando su dinero a los que, como él, no tienen nada. Se siente despreciado, pero no importa. Pronto morirá y, con un poco de suerte, volverá a cultivar la tierra a la que tanto añora.

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