miércoles, 20 de enero de 2010

¿Terrorismo de Estado?

Sorprendido por los informes de Amnistía Internacional y la Coordinadora contra la Tortura, expresando su preocupación respecto al alto número de agresiones policiales que, año tras año, tienen lugar en el Estado Español (una media de 700), me aventuré a abordar dicho tema para un trabajo de una asignatura jurídica. Al poco tiempo de comenzar a investigar, sin embargo, me daría cuenta de que el problema no se limitaba ni mucho menos a las torturas de las Fuerzas de Seguridad. Pronto advertí que la problemática real era de mayor alcance. Me hallaba inmerso en una telaraña de proporciones inmensas, un conglomerado de fallos del sistema que tenían su epicentro en el Estado.

Me explico. Poco después de comenzar el trabajo, aparecieron más informes de organizaciones cívicas. En primer lugar, fue publicado un trabajo de SOS Racismo titulado Informe desde y contra los Centros de Internamiento de Extranjeros, alertando de las deplorables condiciones que viven los inmigrantes «sin papeles» dentro de estos centros, sobre todo en los de Aluche (Madrid) y Valencia (situado en Zapadores). Entre las denuncias más repetidas, según SOS Racismo, destacan las de hacinamiento (suelen convivir cuatro personas en espacios de pocos metros cuadrados), la dificultad para comunicarse con el exterior y la ausencia de intérpretes (sólo se permite una llamada en el momento de la detención), las pésimas condiciones de salubridad y la ausencia de servicios médicos. Además, la mayoría de los CIE no tienen ni siquiera patios exteriores y, al no estar dotados de reglamentos jurídicos, la seguridad en su interior está a cargo de empresas privadas (sic).

Al informe se le añade la última modificación de la Ley de Extranjería, que prevé estancias dentro de dichos Centros de hasta 60 días. Esta última cuestión, junto con otro informe de Amnistía Internacional (Si vuelvo me mato), sobre la situación en muchos Centros de Menores, comenzó a formarme la opinión de que el Estado tenía algo que ver con todo esto. Según este último estudio, diez menores se han suicidado en estos centros en la última década. A esa cifra cabría sumarle una situación similar a la que sucede en los CIE. AI recopila testimonios de menores en los que se habla de incomunicación como castigo, agresiones e incluso suministro forzoso de tranquilizantes (o a veces encubierto, en la comida) para «calmar» a los niños cuando se ponen «demasiado» nerviosos.

Lo que tienen en común todas las anteriores víctimas es su condición de excluidos. Inmigrantes ilegales, delincuentes y menores problemáticos. Los primeros además, sufren más agresiones policiales que otros colectivos, según la Coordinadora de la Tortura: un total de 94 en 2009 (un 14,5% sobre el total). A ello cabe sumar las listas que Interior manda frecuentemente a las comisarías de policía para que se detenga a un cupo determinado de inmigrantes (preferentemente marroquíes, según las notas, porque con dicho país se mantienen convenios más sólidos de deportación). Lo también sorprendente en los datos de la Coordinadora es que los movimientos sociales son los peores parados de las agresiones policiales: un total de 175 denuncias (el 30% sobre el total). La mayoría de ellas, tras detenciones por «desordenes públicos», es decir, al conducir a comisaría a manifestantes detenidos en concentraciones «no autorizadas».

Otro gran porcentaje de agresiones corresponde a las consecuencias de la aplicación de la Ley Antiterrorista, un mecanismo que prevé suspender las garantías de los detenidos, permitiendo la incomunicación de los mismos con el fin de que testifiquen. La excusa: la posibilidad de su vínculo con el terrorismo. Decenas de vascos/as saben el resultado, porque esa suspensión de garantías abre el camino a que «todo valga» para que los detenidos canten: bolsas de plástico en la cabeza, ahogamiento en bañeras repletas de agua... Muchos de aquellos a los que se le aplica son inocentes. Dos casos: Nuria Portolés, a quien se le aplicó la ley antiterrorista por el hecho de viajar con propaganda libertaria en la mochila, y los directivos del diario Egunkaria, por vinculación con ETA. Un reciente juicio ha concluido, sin embargo, sin pruebas al respecto. En ambos casos los protagonistas eran inocentes.

Llegados a este punto, ¿qué responsabilidad tiene el Estado en todo esto? La respuesta es muy clara: él es el encargado de velar por el correcto funcionamiento de los CIE. Él es el tutor de los menores que sufren torturas en los centros. Él y sólo él es también el responsable de sus funcionarios, en este caso las Fuerzas de Seguridad y esas 700 agresiones anuales. Un Estado Social basa su legitimidad en la promesa de defender y proporcionar seguridad a sus ciudadanos. ¿Por qué entonces ahora vulnera derechos básicos de la personalidad (con las agresiones), derechos humanos (con la incomunicación) y deberes de tutela? Varios sociólogos, entre ellos Zygmunt Bauman, ya han alertado de esta situación, en la que los Estados tienden a políticas cada vez más exclusivas con el fin de garantizar la seguridad que parecen demandar los ciudadanos.

Para Bauman, «el Estado Social se halla en retirada», al ser incapaz de mantener sus promesas: como ya no es capaz de «reciclar» a los marginados, ahora se dedica a su «destrucción». Y lo cierto es que todas las víctimas anteriores son residuos en una cultura de residuos, que proporciona a cada residuo su vertedero. La exclusión es la característica de un sistema en unos tiempos en los que la flexibilidad se ha vuelto un componente identitario en las sociedades occidentales. Ante una incertidumbre creciente, originada en la precariedad laboral (y vital), el Estado necesita dirigir el peso de las tensiones globales hacia ciertos sectores poblacionales, convertidos en deshechos por su condición de marginación.

De ahí la criminalización de los movimientos sociales y migratorios, junto a la purga de los elementos no funcionales a los intereses sistémicos. En esas condiciones, la única opción que nos resta es la de tomar conciencia de la situación: el Estado explota nuestro miedo a la muerte para estructurar un sistema homogéneo y que fomenta la exclusión social. Nuestra es la tarea de volver a elevar a la libertad, la dignidad y el respeto por los derechos humanos al lugar que corresponde.

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