Arrastramos tantas etiquetas a nuestras espaldas que se nos antojan una pesada carga sobre nuestra existencia. Ahora, algunos sociólogos aburridos, fundadores quizás de la Sociedad de Amigos de Leticia Sabater, insisten en llamarnos bajo la creativa fórmula de la generación de los ni-ni. Vamos, que ni estudian ni trabajan (ingenioso, ¿verdad?). Como todo el etiquetado, la afirmación conduce a un reduccionismo y nos aleja de la comprensión del fenómeno que caracteriza a una serie de jóvenes presos de la desidia cotidiana y la insoportable levedad del ser (que diría Kundera). Las mentes malpensantes “pensarán” que lo que nos caracteriza (y digo nos porque que se nos etiqueta a todos) es la vaguedad, que somos seres mimados y que tenemos tanto que no lo apreciamos.
En realidad, las dinámicas para comprender la identidad de los nuevos jóvenes son complicadas. Cabe retrotraerse varias décadas atrás. Personalmente, me retrotraería al año 1984 (el año I de la era Orwell). Las patronales de los países ricos promovieron simultáneamente una ambiciosa reforma laboral para salir de la crisis de los años 70. Las soluciones están hoy vigentes: reducciones salariales y fiscales, trabajos temporales, medidas fiscales y flexibilidad laboral. Resumiendo: una serie de medidas que vienen a representar lo que hoy llamamos precariedad laboral, y que es el verdadero estigma de los/as jóvenes. Cada vez es mayor la dificultad de encontrar un trabajo y, una vez encontrado, mantenerse en él. ¿Cómo se puede planificar una vida o independizarse si la media de continuidad en un mismo empleo es de poco más de seis meses? ¿Para qué estudiar si ni siquiera una carrera universitaria garantiza estabilidad?
En esa dinámica de cambios acelerados, se nos hace imposible tener referentes sobre los que constituir nuestra identidad. Por eso, vivimos de una identidad en retirada, que se une a la retórica capitalista del usar y tirar. Lo bueno es el cambio, nos dice la economía, renovarse o morir. En una sociedad donde el cambio se ha institucionalizado, los otros (amigos, pareja, familia) se convierten también en productos que usamos y tiramos a nuestra conveniencia. Los concebimos como objetos a nuestro servicio: deben ser divertidos, hacernos reír. Cuando el amigo divertido nos cuenta un problema, pasamos de él, porque eso ya no es divertido. Todo el mundo espera más de los otros que está dispuesto a dar. Además, en una sociedad donde todo el mundo quiere vivir una vida experimental, el compromiso desaparece. Huimos de los favores, de las implicaciones, porque son tareas que pueden comportar un compromiso futuro, la devolución del favor. No cultivamos las amistades, porque en un mundo global, tan lleno de cambios, sabemos que quizás mañana ya no estén. Tampoco sabemos cuidar el amor: la mínima discusión sirve para cambiar de pareja. ¿Dónde está la paciencia, la ética de la vida común?
El capitalismo, que lo coloniza todo, también ha colonizado nuestra privacidad. Lo público –lo que pertenece a todos/as- se halla en retirada, frente a la depravada exhibición del yo individual: es la consecuencia de una sociedad hiperindividualizada y de la falta global de autoestima. Nos exhibimos como carne en las redes sociales, mostramos miles de fotos, demostramos nuestra insatisfacción generalizada, competimos con los otros. A bote pronto, cuento decenas de conocidos/as o amigos/as en el paro, que pasan las tardes en el bar y que no tienen visión de futuro. ¿Qué perspectivas vamos a tener de una vida estable? ¿Acaso podemos sentirnos valorados en una sociedad que no cuenta con nosotros? El ninguneo profesional hacia los jóvenes forma parte de la funcionalidad del Sistema. Pero esa estructura siempre ofrece fallos, agujeros por los que introducir nuevas formas de vida, más solidarias y comprometidas. Ahondemos en esos agujeros, reclamemos nuestro espacio público. Construyamos alternativas.
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