martes, 3 de febrero de 2009

Funcionalismo o como ejercer el control sobre la sociedad


Tras las oleadas revolucionarias y emancipatorias del poder autoritario medieval, sucedidas en torno a finales del siglo XIX, un nuevo clima de libertad pareció extenderse por todo el mundo. Un simple espejismo, puesto que los mismos líderes de las distintas revoluciones (francesa, rusa…) acabarían por convertirse en el espejo de aquello a lo que con tanta saña se empeñaron en derribar.

Lo que sí que surge de este período es la masa. Una entidad manipulable como sujeto, que carece de personalidad propia y que será tratada amorfamente, como una individualidad sin sentimientos. La política del siglo XX se orientará hacia cómo manipular y controlar a las masas, pues son “ingobernables”. La principal causa de este fenómeno es el interés de los más altos poderes de, ante un clima donde las masas pudieran organizarse y votar entre ellas, captarlas a través de los partidos políticos de las altas esferas institucionales.

Es en este clima cuando surge el funcionalismo, una corriente del pensamiento que rápidamente se extenderá por todas las ciencias sociales, convertida en el nuevo paradigma científico en el que se basan la mayor parte de las teorías que rigen a la sociedad. Esta corriente, surgida como evolución del positivismo y el empirismo antiguos, prevé una serie de mecanismos de autoequilibrio por los que la sociedad pueda ser gobernada desde las altas capas institucionales. Es por eso que el funcionalismo prima a la institución, dándole ese poder de control que sólo el puede tener para dominar a las masas para que no se alcen y desequilibren el sistema establecido.

En los medios de comunicación, el funcionalismo ha servido para relativizar su poder en una época en la cual los individuos comenzaron a plantearse qué podría pasar si a éstos se les concediera un excesivo poder. La forma fue sencilla: eliminar el concepto de comunicación verdadero, entendido como una comunicación bidireccional entre dos emisores activos, y reemplazándola por una relación vertical, de emisor a receptor, de forma unidireccional, donde este último se limita a escuchar y ser pasivos.

Es esta una conexión unívoca entre el poder institucional y los medios. El primero le concede el permiso al segundo para llevar a cabo un control y una manipulación intrínseca sobre la sociedad para que ésta se equilibre y se mantenga sumisa. De esta forma, la comunicación se basa en la imposición de mensajes por parte del emisor, que consigue primar sus puntos de vista –que son los del poder- sobre la audiencia. ¿Cómo? Estableciendo sus propia agenda setting, sirviendo a la ideología de un partido determinado, actuando como medios de canalización publicitaria, reduciendo los esquemas de comportamiento a esquematismos…

Por lo tanto, la moto está vendida y, nosotros, meros espectadores pasivos del juego del poder, nos quedamos parados, impasibles, ante nuestra represión continuada. Nos creemos libres, pero estamos atados a los mismos rituales diarios, al trabajo, a las noticias que nos bombardean los medios. La comunicación no existe, sólo los comunicadores, y los ciudadanos nos abordamos hacia una vida monótona donde no decidimos más que la comida de cada día. La democracia es una farsa, porque sus gobernantes, al amparo revolucionario, se han convertido en los disfraces de aquellos autoritarios a los que derribaron, pero con un rostro más sutil.

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