jueves, 25 de septiembre de 2008

Un mundo feliz


En los despachos de Bruselas no hace mucho que se ha fraguado una nueva y brillante idea, en esa batalla encarnizada que convierte a los eurodiputados en sagaces defensores de los valores y culturas europeos, si es que la globalización todavía los ha dejado en pie. La tarjeta azul permitirá a los Estados la contratación de los inmigrantes que realmente lo merecen, es decir, los cualificados. Que ventaja tan extraordinaria, que avance en las libertades y en los derechos humanos, así como en el derrumbe de las barreras. En 1989 cayó el muro de Berlín, pero desde entonces, esta Unión Europea no ha hecho más que levantar nuevos e infranqueables. En este juego de ricos y pobres, de afortunados y desgraciados, el dinero es el único agente decisivo, el único que toma las decisiones, porque cuando estos ministros europeos se miran al espejo tan sólo pueden ver la figura inquebrantable y redondeada del euro, sonriendo a la vez que desprende un fulgor espectral, casi imposible. Parece que la crisis económica mundial es el pretexto perfecto para que los políticos resurjan las trampas y veleidades más injustificables que se esconden tras la civilización, y que resurgen así de vez en cuando. Cuando el capitalismo hace amago de derrumbarse, todos los poderosos tiemblan viendo a su imperio tambalearse encaminado hacia un Apocalipsis fatal. Otro de esos aspectos a los que la tarjeta azul nos conduce es al de la seguridad extrema que la democracia actual necesita para sustentarse, para crear ese consentimiento que impida a las mentes rebeldes aflorar, poniendo en peligro este sistema desigual. La seguridad es un tema que cualquier asesinato, cualquier robo parece justificar, de modo que nunca se tiene bastante, siempre la sociedad reclamará más, inconsciente ante la pérdida de libertades adherida a semejante cuestión. En este punto, en el que ya hemos rebasado las condiciones sociales que relataban Orwel o Huxley, en su mundo feliz, cuesta creer en una reforma social que nos acerque más al racionalismo y la libertad, convertida ahora en emblema de aquellos a los que le interesa arrebatárnosla. En fin, la selección de los inmigrantes en condiciones óptimas no sólo es una técnica aberrante y propia de animales sin cerebro, sino que alimenta el odio entre razas, supone un excesivo control sobre el conjunto del mundo y sus habitantes y, lo que es más importante, convierte al ser humano en un robot, una máquina que tiene que rozar la perfección si quiere sobrevivir con dignidad en esta vida frenética, donde lo único importante es producir, el trabajo y lo monetario.

Cuesta creer, así, que pocas sean las voces que se opongan a la ignominia de la tarjeta azul, otra artimaña más de los mandamases mundiales para convertirnos en salvajes alimañas a su entera disposición. ¿Cómo podemos seguir confiando en esta democracia, la de los fuertes y arios? ¿Cómo nos fiamos todavía de los políticos? Cada vez son más los casos de corrupción, cada vez más las especulaciones, las apropiaciones, las subidas de sueldo y demás. Carlos Fabra, ese millonario arrogante e irrespetuoso con los medios de comunicación, sigue impune a pesar de las decenas de delitos acometidos por su persona, y a nadie parece alterarle, porque lo único que importa a esta ciudadanía adormecida por las tramas comunicativas, es el fútbol, la televisión y el consumo, vivimos completamente ajenos a que dos tercios del planeta se encuentran sumidos en la más extrema pobreza, o condenados a trabajar más de sesenta horas por una miseria. Y encima aquí les ponemos trabas, inconscientes a la realidad: que todos somos un poco culpables de su situación.

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