martes, 6 de mayo de 2008

Imperfectos

Cuando nacemos, somos todavía fetos inacabados y deformes; no es necesaria demasiada agudeza visual para saber que deberíamos haber pasado un tiempo más en el interior del ser que nos engendra. Sin embargo, la naturaleza es caprichosa y, si lo hiciéramos, seguramente moriríamos. Así, ese es el rasgo que más nos diferencia con otros animales. Al margen de las diferencias más que visibles física o psíquicamente, no es lo mismo un recién nacido humano que un cachorro de león, por citar un ejemplo. Nosotros, a diferencia del león, somos incapaces de levantarnos y andar hasta pasados unos meses; nuestra formación es muy limitada y, sin nuestra madre al lado, cuidándonos, no sobreviviríamos ni siquiera unas horas. Por el contrario, el cachorro de león rápidamente comenzará a caminar y a cazar; al poco tiempo se independizará de su madre sin que eso suponga ningún peligro o sacrificio. El ser humano medio no es capaz de independizarse de sus padres hasta bien entrados los treinta. Es cierto, no es comparable en sentido estricto, pero hay algo más, un lastre con el que debemos cargar toda la vida por el mero hecho de nacer antes de lo normal, y es que, nosotros, a diferencia de cualquier ser del reino animal, debemos tomar decisiones sobre nuestros actos. Cuando se nos presentan alternativas, nuestra mente se pone en funcionamiento, ninguna inercia nos lleva hacia el punto que sería mejor para nosotros. Y en esa elección, por suerte o por desgracia, está el gran drama del ser humano. Si los animales saben lo que tienen que hacer a cada momento para sobrevivir gracias a su instinto, el humano se debate en la inercia de una realidad social que se sobrepone a él. Completamente exhausto, debe seleccionar una opción, muchas veces sin considerar lo suficientemente lo que ello entrañará. Muchas vidas se han consumido por una simple mala decisión. Muchos han muerto por decidir B cuando lo mejor era A, pero ya poco importa. El único remedio que nos queda, desde el principio de los días, es rutinizar nuestros actos hasta asumirlos de forma robótica. Si, amigos, no hay más remedio para nuestra enfermedad que la monotonía. Aunque suene surrealista, es la única manera de salir del atolladero e, inconscientemente, seamos más revolucionarios o menos, más contestatarios o menos, caemos rendimos en sus brazos cual insecto en una telaraña. Es algo externo sobre lo que, casualmente, no podemos decidir. Y a la vez es nuestra más abominable condena. Sometidos a esa injusta monotonía, dejamos que el tiempo se consuma sin disfrutarlo como es debido, porque todo lo que se salga de esa mediocre rutina es desperdiciar las horas. Aceptémoslo, nacemos inacabados y morimos igual de inacabados: somos una clase animal más dentro del mundo salvaje y despiadado que nos rodea. Igual de imperfectos, pero mucho más dependientes. Sólo unos cuantos escogidos, también por caprichos de la naturaleza, se dejan dominar por sus impulsos, por lo que el cuerpo les grita, y no por el tiempo, las horas y la vida en general. Esos seres libres, despreocupados y lanzados al ruedo valientemente, son los más perfectos que podemos encontranos. Ni la inteligencia ni la belleza nos hace mejores, son las ganas de vivir las que logran que algunos se salgan de la ridícula vida que nos ha sido impuesta. Los demás, mientras tanto, seguimos envidiándolos, encerrados en este frasco cerrado, en el interior de un barco –nuestra vida- que navega a la deriva.

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