El capitalismo ha vuelto a entrar en quiebra. Una vez más, sin avisar, las clases medias se ven perjudicadas por los movimientos injustos del capital y la economía y por la alegre especulación inmobiliaria que nadie parecía querer ver. En un mundo tan globalizado, si Estados Unidos mete la pata, todos los demás vamos detrás. Somos sus hijos y vasallos, fruto del postimperialismo degradado: si el padre se arruina, los hijos no tienen ni para salir a comprarse un chicle. Lo mismo sucede con el mercado internacional y si, la gran potencia lo está pasando mal, imaginemos el alcance que tiene la crisis en aquellos países en los que ya se partía de una situación altamente desfavorable. Son esos países que empeñamos en llamar “en vías de desarrollo”. Toda la vida lo hemos hecho, desde la colonización, quizás antes. Y siguen estándolo, que curioso. ¿Por qué será? La recesión es tan fuerte en estas naciones que ni siquiera pueden suministrar a sus ciudadanos alimentos básicos. En muchas de ellas, la inflación ya está en el 300%. Mientras tanto, aquí nos quejamos por el hecho de que las patatas hayan subido treinta céntimos.
Qué lástima, que injusticia. No podremos comprarnos ningún coche de lujo en los próximos tres años, y de casas ya ni hablemos. “Todos los ciudadanos tienen derecho a una vivienda digna”, sí, pero “a costa de la otra mitad del planeta”, debería sentenciar la frase. Porque es falso que lo más normal con 20 años sea independizarse y comprarse una casa, siendo sometido de por vida a las anquilosantes penurias de una hipoteca. Si realmente queremos independizarnos, cosa que está muy bien, ¿por qué no alquilamos un piso, que sale mucho más barato? “Porque no es nuestro, responderán algunos”. Y volvemos a la propiedad privada. Y volvemos a inundarnos de la hipocresía más cruel.
Cuando suceden estas crisis, que hacen ver al capitalismo con otros ojos, mientras siguen beneficiando a los altos empresarios y especuladores de forma tan injusta, no puedo evitar pensar en Kropotkin. O en Bakunin. O en Puente. Ellos ya pronosticaban la desigualdad global que iba a crear este sistema agobiante que se nos ha impuesto desde Estados Unidos. Y la crisis medioambiental –también global- que conllevaba. Y las miles de personas que se morirían de hambre. En un sistema con democracia directa, basado en la asamblea y la igualdad total entre hombre y mujeres, en el que el dinero quedara como mero instrumento pasivo, esto no ocurriría. Completamente libre, el hombre se encaminaría hacia la autorrealización moral y cultural sin ningún tipo de cadenas o ataduras. Pero esto suena demasiado utópico. O eso dicen.
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