Hoy, en clase, un hecho me ha llamado la atención. Una chica, que se había dejado su bolso, llegó asustada y exclamó: “me dejaba mi vida”. Cuando le preguntábamos a qué diablos se refería, nos lo aclaró: se refería al móvil, el mp3, la cámara digital… que se arremolinaban dentro del mismo. Es decir, hoy en día, la vida de una persona, de un joven –salvo muchas excepciones, entre las que me incluyo, claro- de 18 años, con toda la vida por delante, se limita a una sarta de objetos tecnológicos, esos avances capitalistas con los que el mundo científico nos obsequia de vez en cuando, y que hoy representan la felicidad. ‘Felicidad’. Esa palabra abstracta que tantos quebraderos de cabeza da, tan maldita y tan utilizada por el capitalismo para engancharnos a él, para hacernos creer que cuanto más tengamos, mejor nos sentiremos, más felices seremos. Pero la felicidad, por suerte o por desgracia, no existe. Nadie puede asegurar que es feliz sin sentirse un hipócrita al mismo tiempo. Todos tendemos a ver en nuestras vidas los peores rasgos, aquellos que nos hacen parecer tan infelices. Siempre nos faltará esa nueva cámara que ha lanzado el mercado, o ese móvil de última generación para el que nuestro sueldo no llega. Con la aspiración a la utópica felicidad nos dejamos el dinero y avivamos ese ciclo mercantil interminable que permite la existencia de El Sistema.
Cuando los mandamases del mismo (políticos, burgueses…) preconizan el fin de las ideologías como algo celebrable, o nos tachan de radicales, limitándonos a ese círculo cerrado del que quedamos atrapados, intentan aspirarnos todo tipo de pensamiento crítico para campar a sus anchas en el universo de la globalización. La legalidad cada vez se va estrechando y sólo contempla sus propias acciones: dos partidos políticos, dos grupos de comunicación, dos empresas de telefonías… el mercado adelgaza cada vez más para reducir nuestras decisiones y elecciones a la mínima expresión. El antaño obrero precapitalista ha sido suplantado por el actual robot globalización: ese que habla idiomas, compra compulsivamente, no puede perder el tiempo, y, estresado, se muerde eternamente las uñas en su inútil búsqueda de la ansiada libertad, como si ésta fuera sinónimo de la libertad que buscaban los obreros. Pero no es así; más bien al contrario. El proceso no tiene nunca fin, siempre vamos a querer más. Siempre buscaremos la felicidad. Pero ésta no existe como fin en sí mismo, sólo en esos momentos de relajación, con los amigos, o leyendo algún libro, sólo esos se asemejan hoy en día a lo que en otro tiempo se conoció como libertad.
viernes, 25 de abril de 2008
Felicidad
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