Después de tres años viviendo en el mismo piso, me he dado cuenta de que no conozco a los vecinos de mi mismo portal. Y no me refiero a conocer interiormente, sino que jamás los he visto. Sé que enfrente viven personas de origen chino, pero jamás he coincidido con los que viven en el resto de los hogares del piso. Sé que existen: oigo sus voces, sus lamentaciones, sus músicas y olores. Pero para mí no existen como presencia física con forma humana. No hay nada más allá de las paredes de mi hogar. Y eso podemos extrapolarlo al conjunto de nuestra sociedad: continuamente coincidimos con extraños. Todos son extraños a nuestro alrededor: gente con la que compartimos espacios físicos (autobuses, ascensores, etc.) y poco más.
En el tren, vivimos con la agónica esperanza de que nadie se nos acerque y entable una conversación con nosotros. Lo nuestro es sumergirnos en pensamientos propios, soliloquios monótonos donde no hay más existencia ontológica que la nuestra. Nos ausentamos de un mundo que intuimos ajeno, clavándonos los auriculares en los oídos o sumergiéndonos entre las páginas de un libro. Al fin y al cabo, los desconocidos no son más que desconocidos. Poca comunión podemos sentir hacia ellos, y preferimos que se sienten, cuanto más alejados peor. Cuando no estamos trabajando o estudiando o con los amigos o la familia, lo nuestro es la evasión. Llegamos a casa y automáticamente enchufamos la televisión o hacemos lo propio con Internet. Los hogares son constelaciones privadas donde nos ahogamos en nuestra más estricta soledad. Y lo peor es que estamos orgullosos de ellos.
Nos enorgullece llevar una vida privada, aislarnos del mundo y vislumbrarlo desde fuera, pero somos incapaces de involucrarnos en nada. Por eso los encuentros en sitios reducidos –como ascensores- con gente desconocida se hacen tan incómodos. No estamos acostumbrados. Lo nuestro es que nos dejen nuestro espacio. Pero claro, todo se tambalea cuando interviene algún fenómeno que hace poner en peligro la realidad. Cuando nos ocurre algo y no sabemos a quién contárselo, porque, bien mirado, no conocemos a nadie lo suficientemente bien. Cuando necesitamos a alguien de confianza para un problema puntual. Ahí es donde la sociedad pincha. Al fin y al cabo, la nuestra es una sociedad insociable. Vivimos con la colectividad, pero, en la práctica, esta se nos antoja ajena, desconocida, una mera entidad carente de sentido con la que compartir espacio físico y poco más.
Pero todo esto no fue siempre así. El individualismo moderno es autodestructivo, fruto de los intereses neoliberales, que priorizan siempre lo privado por encima de lo público. Ahora, en momentos de crisis, los políticos llaman a la unión nacional. A la austeridad, dicen que debemos esforzarnos para salir conuuntamente de la mala situación económica en la que ha dejado el país las malas prácticas políticas y financieras, de las que nosotros, el pueblo llano, poco tenemos que ver. “Esto sólo lo arreglamos entre todos”, dicen.
Después de haber fomentado la desmovilización, después de practicar la retórica del consumo y el aislamiento. Después de calificar la propiedad común como aberración y jalear al oír la palabra “propiedad privada”. Al final, somos frutos de nuestros pecados. Nos lo tenemos bien merecidos. Atrás quedó la filosofía del apoyo mutuo, consustancial a la naturaleza humana. Una naturaleza que ha sido exterminada, hemos sido arrancados de nuestra capacidad para sembrar el bien ajeno tanto como el propio. Pero ahora sólo miramos por nuestros intereses.
Cuando aparece algún “buen samaritano”, todos desconfían. “Algún interés oculto habrá tras sus acciones”, comentan. Si no nos fiamos de nadie, ¿cómo vamos a salir de esta? Si despotricamos contra aquellos que hacen huelga porque afectan a nuestros intereses, ¿cómo va a haber comunión nacional? Lejos estamos de pensar que, en realidad, formamos parte de un todo, de una colectividad activa que mira hacia el futuro y es capaz de cambiarlo, moviéndose hacia el bien común. Mientras haya clases, mientras haya poderosos, mientras haya pobres, mientras haya esclavos, mientras haya capitalismo, nada de eso será posible. ¿Seremos utópicos activos y desearemos lo imposible o, por el contrario, continuaremos en nuestra tónica de pasividad, encaminándonos hacia la destrucción total? He ahí el dilema de la raza humana.
martes, 8 de junio de 2010
Una sociedad insociable
Etiquetas:
apoyo mutuo,
capitalismo,
colectividad,
individualismo,
sociedad de la información
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