lunes, 5 de abril de 2010

Ni echarse al monte sale gratis



No hay nada como aprovechar el fin de semana de Pascua para desconectar del mundanal ruido que nos atenaza diariamente. Lo más sensato, después de haber probado diversas formas de transcurrir el período festivo, es eso que en tiempos de maquis y puntos de apoyo se llamaba echarse al monte. Una bella expresión que nos retrotrae a los orígenes de la civilización y, en definitiva, del ser humano. Una vez en el monte volvemos a lo que Rousseau llamaba el estado natural del hombre (y la mujer), un estado de cosas que distan mucho de lo que hoy conocemos como sociedad, resultado de una evolución más o menos forzada y de una serie de construcciones culturales más o menos impuestas por el desencadenamiento de los acontecimientos sociales.

En efecto, el estado natural es quizás la antítesis de la sociedad capitalista. Nada más llegar al monte y plantar la tienda de campaña, que sería nuestra casa durante tres días (a mis amigos y a mí) lo pudimos comprobar. La embriagadora fragancia a romero y a pino reemplazaba el tóxico hedor que desprende el asfalto en las ciudades donde convivimos. La exuberante visión de las estrellas, en todo su esplendor, al poco de anochecer, suplantaba el apocalíptico cielo contaminado de Valencia, donde las noches son casi días, por la polución lumínica y el consustancial color naranja que oculta las bellas estrellas. Y luego está, por supuesto, el factor cooperación. El contacto directo con la naturaleza nos devuelve a esos tiempos primitivos donde el ser humano recolector cooperaba con los otros de su especie, en grupos nómadas, con tal de sobrevivir. La coordinación es un elemento fundamental en una acampada: cooperar en el montaje de las tiendas, coordinarse en la compra y elaboración de la comida, pedir ayuda en caso de carencia.

En el monte resulta más sencillo encontrarse a uno mismo (o, al menos, intentarlo), darse cuenta de las limitaciones y virtudes propias. También hallamos a los nuestros en un entorno natural que les hace mostrarse tal y como son, sin tapujos de por medio. Lo más sensato para lograrlo resulta del apagar los móviles, restar incomunicados, alejarse lo máximo posible de las zonas pobladas. Ahí es cuando somos capaces de descubrir nuestras raíces, saber de donde provenimos realmente. Ese contacto extremo con la tierra nos da una idea de la estrecha correlación, las múltiples facetas que nos unen a ella. Un sistema económico –el capitalismo- nos apartó de ella, sin embargo, conduciéndonos a una vida cuanto menos hueca y estéril, dominada por las prisas diarias, el trabajo, el estrés y la posesión material. Sus teóricos aseguraban que, para crecer económicamente, era necesario dominar a la naturaleza. Y, así, la humanidad se desembarazó de ella, entregándose a las cadenas del capital. El ser humano se deshumanizó en aras a conseguir un bienestar rodeado por las trampas de la codicia y la sumisión.

Por último, una reivindicación. La protesta airada de los que privatizan incluso el monte, convirtiendo el último reducto de la libertad perdida en una vaga imagen ilusoria de lo que pudo ser y no es. Me refiero a que nuestra primera opción de acampada era un paraje indescriptible situado a las afueras de Quesa. Nuestra intención: alejarnos lo más posible de la civilización y entrar en contacto directo con la naturaleza. Cuál fue nuestra sorpresa al hallar una prohibición de acampar donde queríamos, bajo una sanción tan alta que nos sería imposible pagarla. La única intención del ayuntamiento con ello: acercarnos hacia las entrañas de un camping privado, justo al lado de donde queríamos, pero rodeados por caravanas y turistas madrileños, como si estuviéramos en la playa. Lo más sorprendente, el precio: siete euros por día y persona.

Evidentemente, declinamos la oferta, e, irremediablemente, no quedó otra opción que irnos a otro camping –eso sí, gratuito-, en una población cercana. Debería ser preocupante que un grupo de jóvenes de pueblo, con escasos ingresos, no puedan ejercer su derecho a un turismo rural económico basado en la feliz idea del “perderse por el monte”. Ni si quiera en lo que queda de natural en nuestras comarcas uno puede volver al estado natural del que hablábamos, donde no había ni leyes excluyentes, basadas en el enriquecimiento de algunos, ni subordinación a unas élites dominantes ni privación de libertad.

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