martes, 3 de noviembre de 2009

¡Prohibido prohibir!


La multa se ha puesto de moda. No es que antes no se cometieran infracciones o no hubiera policías dispuestos a alegrarnos el día. Pero lo cierto es que cada vez se ponen más sanciones en nuestras calles. Las malas lenguas asegurar que, en épocas de crisis –como la actual- esa cantidad aumenta todavía más de lo previsto. ¿Mecanismo recaudatorio? ¿Dónde? Y no me refiero únicamente a las sanciones que se emiten en las carreteras, sino sobre todo a la modalidad que se ha puesto más de moda: la oleada de multas en la vía pública.

Dicen que las calles son de todos. Pero mienten. Si te aburres y, por una de aquellas, se te ocurre bajar y ponerte a tocar el acordeón en la acera, para distraer a otros con tu música, te pueden llegar a caer 700 euros de multa. En los últimos meses, esta variedad de infracción, la cometida por personas que escogen la música en la calle como forma de vida, ha producido, sobre todo en Valencia, infinidad de casos multados. Urgente parece la necesidad –propuesta por el PSPV y que se encuentra en funcionamiento en ciudades como Barcelona- de crear zonas alternativas donde los músicos y otros artistas puedan ejercer sin necesidad de abocarse a la ruina por ello.

Pero aquí la verdadera cuestión es otra. ¿Cuál? La libertad. Es lo que nos atañe, la verdadera razón de ser de la raza humana, que parece en un auténtico retroceso por otro elemento que parece ser justificación para coartarla: la seguridad. Hoy en día, muchos y muchas están dispuestos a renunciar a cualquier cosa –vendiendo el alma al diablo si se hace preciso- por obtener un poco de seguridad. Es curioso como en una sociedad tan segura como la nuestra –si la comparamos con otras regiones del planeta- el miedo sea un componente fundamental asociado a la cultura. ¿De qué tenemos miedo, si la mayoría de nuestros días transcurren sin ningún sobresalto y las situaciones en las que estemos en peligro brillarán por su ausencia durante toda nuestra vida? ¿No será este un miedo creado por los mismos que nos venden la moto de que es necesaria más seguridad? Vemos continuamente, en los telediarios, todo tipo de crímenes e ignominias, ¿será por eso?

La alarma cunde, el pánico aprieta, necesitamos tanta seguridad que nunca es bastante. Instalados en una comodidad que termina por ahogar, no tenemos límites en nuestra saciedad. Si hay que restringir libertades, se restringen. De eso van las nueva “Ordenanzas de policía y buen gobierno” que, como una oleada, la mayoría de municipios está aprobando sin cuestionar ni un solo punto. Este documento –cuyo título más bien parece sacado de algún reglamento franquista- supone el traslado de la legislación opresora que se efectuaba en las grandes ciudades. Tocar en la calle, por ejemplo, tampoco será posible en un pueblo. Actos como pintar fachadas, colocar carteles o repartir octavillas en la vía pública son considerados actos graves cuya multa sobrepasa los 300 euros –curioso, encontrándonos en la época en la que más publicidad anida impunemente en todos los lugares públicos-. Incluso la acción de “hablar a voces” es motivo de sanción. ¿Adonde iremos a parar? ¿Acaso son igualmente aplicables las leyes de las ciudades a los pueblos de 2.000 habitantes?

La vida en un pueblo está marcada por los gritos en las calles, la música en las calles, las cajas de fruta en las aceras (algo que también queda prohibido con la nueva normativa) y otras acciones tan de pueblo que les dan a nuestras localidades ese aroma de ser lugares de convivencia, naturales, no de ordenes impuestos donde al final no podremos ni respirar. Lo que hacen, además, estas ordenanzas, es limitar la convivencia –aunque parezca antitético-. En caso de conflictos, antes eran los vecinos los que, en pequeños corrillos, debatían sobre la solución de los conflictos. Ahora la humanidad se pierde, en detrimento de un auge autoritario de los poderes policiales, que tienen ahora más potestad que nunca. Es lo fácil, llamar a papá-Estado para que nos resuelva la papeleta. Así vamos, menguando nuestra autonomía por momentos, para convertirnos en tristes vegetales que sólo servirán para trabajar y ver la televisión.

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