miércoles, 8 de abril de 2009

La reinvención de una injusticia


La repetición del circo mediático que gira irremediablemente en torno a cada reunión del G-20 no es sino la constatación de la hipocresía global del sistema aún vigente. Y digo aún vigente porque el capitalismo parece estar en crisis. Siempre lo ha estado, aunque no todos quieran verlo. Porque la economía de mercado, tal y como hoy funciona, ha supuesto siempre y siempre supondrá una crisis constante de valores, una crisis insolidaria por definición y una crisis humana, sobre todo. Porque lo convierte todo en mercancía, no se deja nada, porque convierte la vida en un arduo camino de sacrificio perpetuo donde has de venderte al mejor postor.

Pero actualmente, dicen, existe una crisis real. Incluso los economistas la ven, por lo que debe ser física tangible. Por supuesto, no saben ciertamente de donde ha venido, ni saben tampoco cómo solucionarla, o adonde nos lleva. Se trata sobre todo, de un aprieto moral, que constata cómo el modelo globalizador que hasta ahora ha acontecido es imposible sin la existencia de instituciones reguladoras del mercado a nivel mundial. Y digo aprieto moral porque también hace patente la evidencia de que, cuando a los banqueros no se les controla, suelen descarriarse. La posesión de dinero implica el deseo de mayor dinero, de igual modo que cuánto más poder se tiene, más se quiere. Es la lógica por la que nos movemos, un inconformismo peliagudo que dice mucho de nuestra naturaleza.

Pero no se trata de echarles toda la culpa a los pobres banqueros. Es cierto, ellos han sido los causantes en mayor medida de la crisis y, sin embargo, los que la tenemos que pagar somos los ciudadanos de a pie, a los que se nos omiten préstamos y avales de todo tipo y que difícilmente así podremos pagar las hipotecas y las deudas. Ahora, el G-20 de Londres trata, una vez más, con la irrisible batuta de rey mundial que le han concedido a Super-Obama, de tapar los agujeros del capitalismo descarriado. Pero reformar el capitalismo, humanizarlo, es como intentar volar: imposible.

Por mucho que se intente reinventar este sistema, la crisis ya es institucional, y siempre será, por definición, injusto, desigualitario y antihumano. Seguirá aspirando a un mayor crecimiento –lo que, con vistas del cambio climático, resultado del todo inadmisible- y necesitando que un tercio del planeta viva en la extrema pobreza. El capitalismo no se reforma, sino que se destruye, y ahora está en las manos de todos hacerlo. Cuando vuelva a alzar el vuelo en términos económicos, y la economía vuelva a ser boyante, todos volveremos a dejarnos llevar por las comodidades y a despreocuparnos. Los bancos volverán a quebrar por sus malas gestiones y volveremos a pagar los platos rotos.

Es la hora de tomar conciencia de que no podemos ser sujetos pasivos, meros receptores de las ínfulas lanzadas desde el poder. La crisis pone una vez de manifiesto la todavía patente sensación de la existencia de clases bien diferenciadas. Hemos de tomar verdadero control tácito de nuestra vida, autogobernarnos y no acatar como fieles corderos en esta hipócrita democracia. La vida transcurre y lo único que encontramos es trabajo y las presiones diarias de mantenerse a flote, sobrevivir en un sistema devorador. Hoy, los parados se cuentan por millones y los desordenes psicológicos comienzan a arraigar entre la población. Por ello hay que canalizar esa ira, pensar nuevas alternativa para que esto no vuelva a suceder. Y no hay mejor forma para ello que la revuelta, la organización activa y ciudadana que logre por fin emanciparnos. Dejemos las cadenas invisibles que nos atan, librémonos de ser masas ignorantes y pasivas, y seamos personas, al fin.

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