jueves, 8 de enero de 2009

El doble rasero de la impunidad internacional


Cuando los líderes internacionales y responsables de la ONU proclamaron el fin de la esclavitud, cuando por fin aceptaron reconocer la independencia de los países pertenecientes al llamado Tercer Mundo, no pudieron evitar sonrojarse. Y es que han pasado décadas desde esas primeras proclamas y no es necesario mucho esfuerzo para constatar el grado de sometimiento en el que los países ricos mantienen a estas regiones.

Con la llegada de la globalización económica se antojaba el final de las marcas como tales, de la publicidad agresiva y sin barreras, cuyo auge había tenido lugar en los años cincuenta. Este nuevo período suponía que, si una empresa quería seguir aumentando sus beneficios, no tenía otra opción que competir con el resto de marcas en un entorno global. Y ciertamente, esta opción muy pocas empresas se lo pueden permitir. De esta forma, solamente las más grandes (Nike, Coca-cola, Mattel, etc.) dieron el salto hacia el mercado transnacional. El método para aumentar sus beneficios resultaba claro: construir sus multinacionales en las regiones más empobrecidas del planeta para poder pagar a sus trabajadores los sueldos más bajos posibles.

Con el amparo de la legislación internacional y de los Estados de los que estas empresas provienen, niños de diez años, mujeres embarazadas e incluso ancianos conviven en las fábricas de Taiwan, Bangladesh, Kenia o Indonesia por menos de un euro al día. Explotación, colonialismo, trabajo esclavo. Hay muchas formas de denominarlo, pero la cuestión es que estas atrocidades se siguen cometiendo en pleno siglo XXI. Comprar unas zapatillas en Nike fabricadas en Indonesia implica el conocimiento de que han sido hechas por un hombre o una mujer en una situación de esclavitud.

Y así es como las grandes empresas globalizadas continúan haciéndose ricas en tiempos difíciles. Los niños más pobres de la tierra trabajan duras jornadas laborales para construir aquellos juguetes que serán disfrutados por los de las clases medias y altas, recibidos como regalo a precios miserables, en comparación con aquello que sus fabricantes han realizado.

El doble rasero de estas actividades es quizás la excusa perfecta que ayuda a seres sin escrúpulos a justificar sus actividades despreciables. Todavía son muchos economistas los que siguen insistiendo en que las empresas extranjeras traen beneficios a los países pobres. Si ciertamente los traen, ¿dónde están los beneficios? Quizás no se den cuenta de que los bajos impuestos y los míseros salarios para nada ayudan. Tampoco ayuda el hecho de que sea la CIA y algunos políticos los que mantengan determinados regímenes en los países pobres que acaparen todas las ayudas e impidan que los recursos lleguen a todos. Sucede en el Congo, donde las influencias norteamericanas han generado innumerables conflictos que impiden la estabilidad.

Por otro lado, y hablando de dobles raseros, está también el que le introducen a la globalización. ¿Cómo vamos a oponernos? Oponerse a la globalización es como oponerse a la libre circulación de personas por todo el mundo. Falso. A lo que nos oponemos los que formamos parte del mal llamado movimiento antiglobalizacíon es a la conversión de los individuos en mercancía a nivel global, a la impunidad de las empresas que establecen una dictadura del mercado de efectos esclavizadotes, al ansía sin límites de aquellos que ven a la apertura de fronteras y al libre comercio como un retorno a las políticas colonizadoras y de dominación.

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