Oímos continuamente historias sobrecogedoras de asesinatos y violencia callejera en ese territorio tan desconocido, anexionado a la Península, llamado Euskadi. Pero, en realidad, basta con una rápida encuesta sobre la población para comprobar el gran desconocimiento que respecto a este país maravilloso, repleto de paisajes emblemáticos y una historia apasionante, mantiene la sociedad en general.
Conviene aclarar y matizar algo que los medios de comunicación tienen bastante descuidado, a pesar de su importante envergadura dentro del sistema español, como es el conflicto vasco. La simplicidad y uniformidad en que parece anclada la actual sociedad de la información, quizás empujada por la rapidez de vida, las prisas o el escaso tiempo dedicado a la reflexión, crea una división de párvulos en cuanto al problema que existe en el País Vasco. Así, dicha simplicidad nos conduce a asociar a los nacionalistas con los terroristas, etarras con rostro de políticos que no hacen más que alentar el asesinato y el miedo. Sin embargo, no todo se reduce a la estereotipada visión de un mundo con dos bandos (buenos y malos), sino que cabe matizar, en todos y cada uno de los aspectos importantes de esta vida. No todo es blanco o negro, afortunadamente, aunque la amplia gama parece causar pavor intelectual entre las masas.
El nacionalismo, esa corriente en peligro de extinción como consecuencia de la continua propaganda por la unidad, muy típica en España desde el principio de los tiempos, no es más que la defensa de unas culturas, tradiciones y, sobre todo, un lenguaje, con el objetivo de que se pierda. Pese a que se especula mucho con la amenaza que pueden suponer lenguas como el euskara o el catalán para el español, lo cierto es que éstas continúan muy minoritarias, y tienden a la desaparición. Por lo tanto, no hay por qué temer a aquellos que, defendiendo sus propios valores desde la no violencia, pugnan históricamente por conseguir una menor dependencia de un país que no consideran como propio.
Lo cierto es que la presencia de Euskadi en España es bastante ilógica, y sólo responde a consecuencias del propio azar físico de la formación de los territorios. El pueblo euskaldun poco tiene que ver con el español, si nos atenemos a la lengua (que no deriva de ninguna de las conocidas en Europa) o a la cultura vasca. No es de extrañar que este rasgo diferenciador haya impulsado una vertiente nacionalista en tierras vascas, que persiga la independencia. Sin embargo, el mucho más perverso nacionalismo español, que alenta a la unidad perpetúa de las naciones, se ha encargado de reprimir con saña al resto de culturas que cohabitan en la península, acto siempre saldado impunemente. Pero si una mayoría ciudadana que no se considera española quiere desprenderse de esta denominación impuesta, ¿por qué no hacerlo? ¿No es la democracia la consecuencia de la voluntad popular? ¿Por qué una consulta al pueblo es ilegal entonces?
La tensión en Euskadi ha sido siempre insostenible. En un país en el que no existe la libertad de expresión, y en el que es obligado el posicionamiento sin matices, es muy difícil disfrutar de esa riqueza que el idioma y la cultura vasca otorga al pueblo. Continuamente, desde Madrid se ha respondido a las intenciones nacionalistas de algunos partidos políticos con que “primero el fin de la violencia, luego la autodeterminación”. Es éste el principal problema del conflicto, el que lo encadena a una espiral de violencia perpetua que jamás cesará. Alguien tiene que ceder, por lo tanto, y no parece que ETA esté dispuesta a ello.
La tozudez ciega del gobierno le impide ver las cosas de forma clara, y el diálogo con la mayoría nacionalista vasca para poner fin al conflicto debe ser el cimiento sobre el que se base el proceso de paz. No se trata de no ceder a ninguna exigencia, porque, como hemos dicho, no existen dos únicos bandos, sino que existen individualidades sometidas a las presiones de una sociedad que no admite de medias tintas. O se apoya el radicalismo de los grupos abertzales o se está contra el nacionalismo. Y no es así.
La sociedad vasca está harta de tanta muerte, de tanto sufrimiento, de miradas furtivas y controles exhaustivos de sus vidas. La solución, como se vio en Irlanda, pasa por el diálogo, ni más ni menos. Y no sólo del diálogo con los terrositas, el cual se ha visto frustrado en numerosas ocasiones, sino también con los nacionalistas, la fuerza de mayor apoyo en la sociedad, a la que parece desatenderse con esta omisión. Mientras esto suceda y todas las partes sigan con su tozudez intransigente, la cultura vasca seguirá siendo la víctima injusta de los delirios e incapacidades de los hombres. Quizás una reforma de la Constitución, que someta a tela de juicio el Estado de las autonomías, injusto para aquellos pueblos que aspiran a constituirse como naciones, encaminado a una revisión de un futuro federalismo, sea otro posible camino a trazar. Sólo un estado como el federal, que permite la descentralización progresiva del poder, es el más justo para España, teniendo en cuenta la variedad de culturas que entre sus fronteras se vive, a excepción de cualquier otro de los países de la Unión Europea. La unificación del poder, sin embargo, más propias de tiempos atrasados vinculados con el franquismo, somete a los pueblos a las órdenes centrales y angustia la pluraridad de voces, fomentando el bipartidismo y la carencia de ideas alternativas.
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