jueves, 11 de diciembre de 2008

Cuando la única esperanza residía en las montañas


La guerra civil española no terminó en 1939, sino diez años más tarde. Es un tópico pocas veces escuchado, que, aunque lo parezca, no forma parte de ninguna de las ahora tan puestas de moda teorías conspiranoicas. A partir de esta fecha, cientos de huidos del régimen continuaron luchando desde las montañas, convertidas en improvisados refugios de soledad y frustración.

A cada año que pasaba nuevos guerrilleros se fueron añadiendo al movimiento, hastiados de la infausta vida de la dictadura, a lo largo de toda España. Comunistas, socialistas, anarquistas, no importaba la ideología si tan sólo se tenía un único propósito: el de derribar a Franco y a su sistema fascista.

Las penurias de la vida en las montañas no son nada escatimables. Frío en invierno, calor en verano, decenas de kilómetros recorridos diariamente, escasa comida. Y siempre, con el miedo en el cuerpo. Miedo a la guardia civil, a los falangistas de camisas azules y neuronas caducadas. A los somatenistas y, en general, a todo bicho viviente que pudiera delatarlos. Insomnio, jaquecas, yagas en los pies de tanto andar. Eran males comunes entre los guerrilleros, que poco a poco fueron llamados maquis, injustamente, a medida que algunos elementos franceses se incorporaban a las partidas.

Sus acciones eran más bien insignificantes, pero lo cierto es que, alrededor de 1947, consiguieron poner en un serio aprieto a Franco, que llegó a declarar el Estado de Guerra en algunas zonas del Levante y en territorio conquense. Los asaltos a cuarteles de la guardia civil resultaban constantes, al igual que el repartimiento de panfletos entre campesinos o el sabotaje a vías de tren y postes eléctricos. La euforia comenzaba a contagiarse entre los guerrilleros, que veían en la lucha la única manera de extinguir la angustia en la que sus vidas se veían sumergidas. Algunos de ellos lo habían perdido todo, otros no, pero veían el combate necesario por sus ideales.

Igual de heroica fue la labor de los cientos de enlaces que, repartidos alrededor de toda la Península, contribuyeron a fortalecer el movimiento suministrando lo básico a las partidas para que éstas pudieran sobrevivir, arriesgando con ello la vida. Patatas, algo de fruta, legumbres, medicamentos, cobijo. Poco era lo que podían aportar en los tiempos del racionamiento, pero por aquel entonces, poco era mucho en comparación con la escasez obligada de unos tiempos desgarradores. Sin ellos, sin el apoyo de un pueblo solidario, la lucha guerrillera no hubiera podido salir adelante.

Se constituyeron numerosas agrupaciones guerrilleras. En Valencia, surgió en 1946 la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón, bajo control directo del partido comunista, el único que no se desentendió de la lucha antifranquista. Y quizás fue ese el problema de que ésta no triunfara. La desunión de la izquierda, siempre el mismo motivo. Los socialistas se desentendieron tan pronto como Franco tomó Madrid, pero el PC lanzó una contraofensiva que entró por el valle de Arán en 1944 con el objetivo de retomar la guerra, en forma de guerrillas, como en los tiempos de Napoleón. Fracasó, pero sus residuos continuaron campando por los montes durante años. Quizás demasiados. El PC fue incapaz de armonizar un movimiento sólido y, en tiempos de Stalin, se dejó llevar –como en la guerra- por la política soviética de las purgas y la dictadura socialista, alejado completamente de la realidad. Las guerrillas continuaron hasta finales de los cincuenta, pero todos sabían que mucho antes tendrían que haberlas disuelto. Con ellas, se fue el último sueño de restablecer la República, así como las vidas de cientos de personas que, pudiendo olvidar su patria, la defendieron con uñas y dientes hasta el último suspiro.

Hoy en día, pocos conocen la verdadera de los maquis. Poco se sabe de sus penurias. Quizás nadie sabe las atrocidades que cometían los guardias civiles a sus familiares, en los terribles interrogatorios. Pocos estarán en el conocimiento de que los civiles se vestían de guerrilleros y cometían actos violentos para desprestigiar al movimiento guerrillero. Los y las que conocemos esto porque lo hemos leído lo hemos escuchado de nuestros propios abuelos y abuelas, contemplamos con impotencia estos días como se trata de olvidar lo que ya está sumergido a kilómetros bajo tierra. Pero la memoria resurge cada tiempo, pone las cosas en su sitio, y nos hace aprender. Que los libros la reconozcan es un paso muy grande, y una recompensa inmensa para familiares, víctimas y estudiosos marcados por cientos de historias aterradoras llenas de sangre y miedo.

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