En cierta ocasión, un compañero –fanático futbolístico, todo hay que decirlo- me dijo que la ausencia de impuestos a los futbolistas era una medida positiva porque atraía a los mejores del mundo y creaba riqueza para el país. Me quedé a cuadros. Si el salario multimillonario de Cristiano Ronaldo me beneficia a mí en algo que me lo expliquen. ¿A quien puede generar riqueza los sueldos de las estrellas, el de aquellos que ganan lo que no ganará un obrero en toda su vida, siendo su producción y su esfuerzo bastante mayor? No sé si mi indignación estará justificada, pero es que no acabo de entender como muchos no acaban de abrir los ojos (en un país sumido en una grave crisis económica, con millones de trabajadores en el paro) ante la injusticia de los salarios. ¿Qué iluso decretó la abolición de las clases? ¿Acaso no siguen perteneciendo los futbolistas, los artistas y los políticos –entre otros- a las “altas esferas”?
Los economistas toman por máxima irreprochable que ciertas tareas deben implicar mayores sueldos que otras. La tesis que defiendo se opone a esa afirmación. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que, como decía Proudhon, «la desigualdad de facultades es la condición sine qua non de la igualdad de las fortunas». El artista, el médico, el arquitecto o el hombre de Estado son apreciados en razón de un supuesto mérito superior al resto de trabajadores, y este mérito dilapida toda igualdad entre ellos y las demás profesiones. Ante las manifestaciones elevadas de la ciencia y el genio, desaparece la igualdad. Estamos en la sociedad del mérito, de la comparación, del llegar a lo más alto pisando a los otros. Y así nos va.
Uno de los argumentos que suelen utilizar los defensores de la desigualdad de salarios es que los que han estudiado tienen que cobrar más, lo cual no deja de ser una contradicción. Si estudiamos, no debería ser por lograr un mayor salario en el futuro, sino por ejercitarnos en la tarea que más nos complazca. Pero resulta que la carencia de lógica se aplica en cuestión de profesiones. Las carreras de humanidades, las que resultan “poco productivas”, son escogidas por estudiantes que generalmente aspiran a trabajar en algo que les motive de verdad, pero mucho les costará encontrar trabajo bien remunerado. En cambio, los estudiantes de económicas o ciencias, muchas veces motivados por un ansia de dinero fácil, por la ambición y una vida acomodada, verán en los estudios un mero puente aburrido aunque necesario para lograr sus planes de futuro. Es así como se convertirán en los próximos dominadores, situándose en la cúspide de los salarios altos.
Lo triste es que el hecho de trabajar en lo que realmente nos satisfaga se contemple como algo utópico en una sociedad que ve la competitividad de los seres humanos como algo natural. Pero en realidad, esa competencia continuada no es sino la causa de muchos de los males que ahora nos azotan. El ansia de poder, la desigualdad, la poca solidaridad entre personas, la pérdida de humanidad. Son lastres generados por el darwinismo social contemporáneo.
Y es que, mientras el médico o el funcionario producen poco y tarde, la producción del obrero es más constante y sólo requiere el transcurso de los años. Además, es un error el considerar más útil la función del médico o la del economista al del trabajador de una fábrica de montaje. Sin la labor de este último, no nos llegarían los alimentos, ni tampoco los vestidos, que requerimos para la vida diaria. Por otro lado, no se tiene en cuenta tampoco, bajo el sistema actual, el hecho de que el talento y la ciencia de una persona es el producto de la inteligencia universal, acumulada por multitud de sabios. Todos los trabajadores están asociados, ninguna labor es independiente de otra, porque todos precisamos de la producción que se realiza en diferentes labores. El conocimiento no debería determinar los honorarios, sino un equilibrio entre éste, el esfuerzo realizado y la utilidad del producto producido.
De ahí deducimos que, si el sueldo del obrero descualificado aumentara, y el del funcionario o ministro decreciera, hasta llegar a un equilibrio normal, incluso llegándose a equiparar, no sólo desaparecería la desigualdad, sino que seguramente aumentarían los puestos de trabajo, los subsidios o las ayudas sociales. La pregunta es: ¿realmente están algunos dispuestos a reducir su salario y poner en peligro su pertenencia a las altas esferas? ¿Acaso el ministro debe cobrar más que el carpintero, cuando éste último produce mucho más y su labor es seguramente de mayor utilidad? ¿Por qué un futbolista cobra millones, y un abogado medio, que defiende a las personas ante la justicia, no le llega ni a la suela de los zapatos en cuestión de salario?
Quizás así, los políticos no se moverían tanto por el ansia de poder y el interés como por una necesidad real de querer el bien de la comunidad. Algo funciona mal, la riqueza del país no se está distribuyendo de manera igualitaria. Y ninguna sociedad será libre si la igualdad, la equidad y la justicia no florecen en todos los campos y en todos los rincones.
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